Educación superior: Una voz de alerta
La indicación sustitutiva al proyecto de reforma a la educación superior, que nuevamente ha circulado profusamente, podría tener graves consecuencias para el futuro de nuestro sistema universitario. Lamentablemente, en ésta no se corrige el problema de fondo de la reforma, al no estar orientada a mejorar el nivel de la educación superior chilena. No hay nada que apunte a optimizar la calidad, a aumentar la innovación, la globalización de nuestras instituciones, la integración con el mundo real, etcétera.
Un análisis de estas indicaciones permite poner una voz de alerta sobre varios puntos.
Con acreditación obligatoria para todas las universidades, incluyendo el área de investigación, se aumenta el riesgo de que situaciones como las de las universidades Arcis e Iberoamericana se repitan, porque no todas serán capaces de hacerlo. Hoy existen 12 instituciones no acreditadas, con aproximadamente 40 mil alumnos en total. Es razonable suponer que algunas de ellas fracasarán en conseguir la certificación. El Mineduc debería anticipar qué va a ocurrir en estos casos, dado que las experiencias anteriores no han sido nada de felices. Lo que el Gobierno debería hacer es facilitar efectivamente las fusiones de instituciones, de modo que no se vean perjudicados los estudiantes.
La nueva Subsecretaría de Educación Superior contaría con atribuciones excesivas: fijación de aranceles, vacantes en gratuidad, control del Sistema Único de Admisión y participación en el aseguramiento de la calidad, con lo que tendremos un Estado con mucho poder para intervenir en un sistema que, por su esencia, requiere de mucha autonomía para cumplir con sus funciones.
En materia de aseguramiento de la calidad, sería mucho mejor que la ratificación de los estándares, propuestos por la Comisión Nacional de Acreditación, correspondiera solamente al Consejo Nacional de Educación, en vez de a un comité con mayoría de votos políticos.
El proyecto declara abiertamente que pretende inhibir la competencia entre las universidades estatales, con la idea de que esto facilitará la colaboración entre ellas y, me imagino, hará mejorar su nivel.
A los autores de la iniciativa les recomendaría mirar cómo compiten entre sí las mejores universidades del mundo y cómo eso las lleva a mejorar su desempeño. Por ejemplo, en California, UCLA y Berkeley -ambas, universidades estatales- compiten leal pero ferozmente por captar a los mejores alumnos y profesores, por publicar y patentar más, por alcanzar lugares de privilegio en los rankings, etcétera.
Se insiste en establecer tres categorías de universidades (estatales, del CRUCh y las privadas), desconociendo el aporte que las nacidas después de 1980 -que forman a la mayoría de los profesionales chilenos- hacen al sistema. Lo que está ocurriendo con las universidades Diego Portales y Alberto Hurtado era anticipable. Esto, porque quedar a merced de la voluntad del Gobierno de turno, que debe priorizar entre muchas necesidades, implica siempre el riesgo de quedar «debajo de la mesa». Solo en este año hemos visto un anticipo de las inevitables consecuencias que tiene el entregarle demasiadas atribuciones al Estado en educación superior. El Gobierno ha decidido arbitrariamente favorecer a las universidades estatales, en desmedro de las del G-9; también eligió financiar sus reformas con recursos del Aporte Fiscal Indirecto que legítimamente pertenecían a las universidades, lo que le costó una demanda de parte de la U. Católica, y, finalmente, resolvió no respetar el compromiso de entregar fondos adicionales suficientes a las universidades privadas que entraron a la gratuidad.
Todo esto afecta gravemente la autonomía de las universidades y, en el mediano plazo, su calidad. ¿Alguien se imagina a los rectores de Harvard o Stanford teniendo que escribir en los diarios para pedirle a su Gobierno que les entregue fondos para no ir a la quiebra? ¿Se puede hablar de auténtica autonomía universitaria cuando el control de las oportunidades está tan concentrado en el Estado?
Finalmente, lo que ha quedado meridianamente claro en la discusión de las últimas semanas es que la elaboración del presupuesto de educación superior de 2018 requerirá de una decisión política que tendrá consecuencias profundas en el largo plazo, porque habrá que elegir entre poner más recursos de modo de hacer avanzar la gratuidad, aumentar los aportes directos a las universidades del CRUCh o destinar estos fondos a apoyar a las universidades privadas que entraron a la gratuidad.
Una posibilidad en esta materia sería avanzar al 60% en la gratuidad de los institutos profesionales y centros de formación técnica, dejando a las universidades con el 50% que tienen actualmente.