Donald Trump no es casualidad
Son pocos los adjetivos que quedan para calificar al candidato republicano por la presidencia de Estados Unidos. Comentaristas, analistas políticos, periodistas y líderes de opinión han llamado la atención respecto de sus actitudes abiertamente sexistas, xenófobas, racistas, y sobre la magnitud de mentiras que han caracterizado su campaña. Difícilmente un observador imparcial pueda encontrar manera de justificar estas acciones, con excepción de los votantes de Trump. Y esto último es llamativo porque indica que, a pesar de todo, el próximo 8 de noviembre habrá millones de personas que emitirá un voto a favor del magnate. Habrá millones de personas que pensarán que Trump es mejor candidato que su adversaria Hillary Clinton, y millones irán a las urnas minimizando los comentarios de Trump o bien obviándolos del todo.
Ese escenario puede resultar enigmático porque lo que se encuentra en el trasfondo es la pregunta relativa a qué explica el éxito de Trump en primer lugar. Es relativamente fácil aludir a la insolencia de sus comentarios y a la bajeza de alguna de sus actitudes en opiniones rutinarias que escuchamos y leemos desde hace meses. Es más difícil la explicación política de por qué alguien como Trump emerge en esta coyuntura. Y por qué se pensó que tendría probabilidades de ganar (ya no las tiene a mi juicio).
La respuesta, debe anticiparse, es compleja. Parte de la explicación es referida a toda una serie de transformaciones que ha experimentado Estados Unidos en los últimos 10 años. Por un lado, un distanciamiento pronunciado y sistemático de la confianza en las instituciones, amplificadas por los efectos devastadores que provoca la crisis subprime de 2009. Frente a una desconfianza generalizada, no es sorprendente que los electores busquen respuestas en sujetos que quedan fuera del marco institucional, fuera del establishment.
Además, el período inmediatamente posterior a la crisis económica representa el auge del llamado Tea Party, movimiento ligado al partido republicano que extiende la representatividad simbólica a individuos que observan que el partido no ha sido capaz de dar soluciones a sus problemas. El punto central es que el Partido Republicano funcionaba con una mecánica de filtración y homogeneidad. Ser miembro del partido implicaba seguir una línea bastante clara en toda una serie de temáticas. Pero el Tea Party da cabida a sujetos que, en otras circunstancias, hubiesen sido inmediatamente censurados, pero que en esta entidad paralela encuentran voz. Al reconocer la fuerza del Tea Party, miembros del partido republicano deben articular sus discursos de forma tal de apuntar a dichos electores también, lo que trae como resultado la radicalización de algunas opiniones y el giro aún más a la derecha dentro del propio partido.
En último término, este proceso ha llevado a que, en un trazo imaginario de izquierda a derecha, se provoque un nuevo punto medio porque – de hecho – incluso los demócratas de hoy son más de derecha que los demócratas de hace 10 años. Por otro lado, no hay que olvidar que la primera elección de Obama en 2008 representa un punto de inflexión que puede leerse como una especie de shock para una población blanca históricamente privilegiada. En alguna medida, Obama representaba el fin de una jerarquía cultural, y la respuesta frente a ese escenario es extraordinariamente defensiva.
La politóloga y especialista en fenómenos multiculturales Robin DeAngelo habla del concepto de ‘fragilidad blanca’ y que define como“un estado donde una mínima cantidad de estrés racial se vuelve intolerable, gatillando toda una serie de movimientos defensivos. Estos incluyen exhibiciones abiertas de emociones como rabia, miedo, culpa, y comportamientos como actitudes argumentativas, silencio y rehusar o rechazar las situaciones que inducen el estrés. Estos comportamientos, a su vez, funcionan para reinstalar el equilibrio racial blanco”.
Hay que pensar que, a septiembre de 2015, un 30% de la población de EEUU seguía pensando que Obama era musulmán – y cuando uno traslada esta percepción a los votantes exclusivos de Trump el resultado es un impresionante 62%. Esto puede leerse como una forma de ser anti-negro sin serlo, y de ocupar el catálogo de ‘musulmán’ para legitimar una visión racista de Obama. La elección de Obama no anuncia una Era post racial en EEUU, sino, al contrario, anuncia una Era de mucha consciencia racial, donde millones de blancos están híper al tanto de la situación y ansiosos del nuevo estatus racial. Consecuentemente, un candidato que propone un discurso alimentando esa consciencia y diseñando una campaña con variados tintes racistas y xenófobos, posiblemente hace sentido a una población blanca que se siente desamparada.
Finalmente, cuando una sociedad extiende el espectro político, fenómenos que eran considerados extremos pasan a moderarse simplemente porque el punto de referencia de lo que es normal ya se encuentra alterado. Así vistas las cosas, Trump aparece en circunstancias donde ya se había dado voz a grupos en el margen del republicanismo e incluso realmente fuera del partido republicano tradicional. No quiere decir que estos grupos marginales, en términos de su volumen, sean realmente importantes. Pero el punto es que simbolizan un síntoma de radicalización. Su sola presencia habla de un contexto de creciente aceptación de organizaciones y grupos con una inclinación más radical. No es sorpresa, entonces, que de acuerdo al Southern Poverty Law Center, institución que estudia grupos de odio o radicales, se observe un alza de estos grupos en los últimos 10 años.
Donald Trump recibe apoyo no solamente de sectores blancos marginales, sino de grupos más heterogéneos. ¿Qué es lo que tienen en común? El punto de unidad, demostrado en toda una serie de estudios al respecto, se da en que los individuos pertenecientes a estos grupos, y los votantes de Trump en general, contienen amplias tendencias autoritarias. En otras palabras, la polarización y la radicalización incluye un último fenómeno, y que es la creciente postura política autoritaria de varios sectores de la ciudadanía norteamericana. Más aún, cuando se mide el autoritarismo, se ha comprobado una correlación directa entre el grado de autoritarismo individual y la inclinación a votar por Donald Trump. ¿Por qué? Bueno, porque se ha descubierto que las personas con tendencias autoritarias suelen expresan temores muchos más profundos que el resto del electorado, buscan la imposición del orden donde perciben cambios o transformaciones peligrosas, y están deseosos de encontrar un líder fuerte que pueda derrotar esos miedos y temores de forma implacable.
Los autoritarios buscan un candidato cuyo temperamento resuelva sus miedos, y cuyas políticas por tanto vayan más allá de las normas aceptables. Estas tendencias autoritarias generalmente están latentes y se activan ante la percepción de amenazas (que pueden ser incluso físicas) o ante la idea de modificaciones sociales desestabilizadoras (muchas de las cuales las describimos al inicio al comentar la elección de Obama). Y ante esa amenaza, los autoritarios se vuelcan ante políticas que aparentemente ofrecen protección. El fenómeno Trump, así, tiene explicación y cabe considerarlas con atención.