¿Podremos volver a crecer?
Ya nadie pone en duda que los resultados obtenidos por este gobierno en materia de crecimiento económico han sido absolutamente insatisfactorios. Pero lo que más debe preocupar va mucho más allá de los resultados de corto plazo que se están reportando. El verdadero retroceso radica en que el potencial de crecimiento de la economía chilena se ha contraído en forma significativa: mientras en los años 2011-2012 la estimación del PIB tendencial se ubicaba en torno al 5%, las cifras más recientes dan cuenta de un potencial de solo 3,2%.
¿Qué se requiere para poder volver a crecer? Algunos piensan que en tanto las reformas impulsadas por este gobierno con lógica de retroexcavadora han sido particularmente dañinas para el mundo emprendedor, así como para las expectativas en general -básicamente en el ámbito tributario y laboral-, bastaría con introducir las correcciones del caso para subsanar el problema. Sin duda esto habrá que hacerlo, pero no es una condición suficiente.
Otros postulan que el problema de fondo de la economía chilena, relativo al deterioro de las ganancias de productividad como fuente de crecimiento, se arrastra por largo tiempo y que no ha habido un compromiso de verdad con una estrategia de desarrollo que apunte a diversificar la matriz productiva y de exportaciones del país. Detrás de esta mirada hay ciertamente un enfoque que propugna un mayor intervencionismo estatal. Sin perjuicio de que pueda justificarse algún grado de intervención estatal para corregir «fallas» en el ámbito de la coordinación o de la información que entorpecen un funcionamiento más fluido del mercado en determinadas circunstancias, bajo ninguna circunstancia se debe pretender sustituir al mercado como mecanismo central de asignación de los recursos productivos en el país. Las políticas de desarrollo productivo son un importante complemento en determinados casos, pero no reemplazan al mercado.
¿Podremos volver a crecer como antes? Sí, pero para que ello sea posible lo que Chile necesita es retomar un ambiente amistoso con la inversión y el emprendimiento, generándose mayores espacios para que la iniciativa privada pueda desarrollarse con todo su potencial, con regulaciones que ayuden a un mejor funcionamiento de los mercados, pero que no ahoguen el impulso emprendedor. Factor clave en esto es revalidar el rol del emprendimiento privado como motor del crecimiento económico, y el papel que juegan las ganancias, legítimamente obtenidas, como incentivo para arriesgar capitales y así atraer recursos a los distintos sectores e industrias. Por cierto, esto requiere fortalecer una institucionalidad que respete y proteja el derecho de propiedad, y que genere condiciones que permitan contar con mercados genuinamente competitivos, pero no solamente en lo que se refiere a que los operadores tradicionales en las distintas industrias compitan efectivamente entre sí, sino que muy especialmente creando condiciones para que los actores incumbentes puedan ser «desafiados» por nuevos emprendedores.
Tiene sentido afirmar que para dar el salto final al desarrollo se va a requerir una mayor diversificación de nuestra matriz productiva y exportadora, a partir de las áreas en las que el país tiene ventajas evidentes. Pero esto no puede ser un acto de voluntarismo, sino que se deben crear las condiciones para que las fuerzas del mercado actúen naturalmente en esa dirección. Aunque necesarios como complemento, esto excede con creces lo que se puede lograr a través de programas públicos de apoyo. El problema de fondo que hoy enfrenta la economía chilena en cuanto a capacidad de crecimiento requiere el fortalecimiento de un entorno proclive al desarrollo del impulso emprendedor en el país, en un marco competitivo que haga de la innovación y de las mejoras en productividad un imperativo para desenvolverse con éxito en los mercados globales. En forma natural esto conducirá a una diversificación de la matriz productiva. En este sentido, el Estado debe actuar como un facilitador institucional y no como un obstaculizador, promoviendo un fortalecimiento de la infraestructura física y digital del país, así como un mejoramiento del capital humano. Más que recursos, lo que se necesita es claridad de objetivos y consistencia en las políticas. Reformas orientadas a resolver los desafíos que nos coloca el siglo XXI en el ámbito laboral, educacional y en el funcionamiento del aparato estatal no pueden seguir esperando.