La muerte, aquello de lo que no hablamos
Una certeza que tenemos como seres humanos es que vamos a morir, que nuestra vida tiene fin. Lo único que no conocemos es la fecha. Lo curioso es que vivimos como si esto no fuese a ocurrir, como si fuésemos inmortales y, cuando nos vemos enfrentados a alguna circunstancia, en general fuera del “proceso natural de la vida”, como una enfermedad o accidente que hacen que una persona fallezca “antes de tiempo”, esta experiencia llega a ser desestructurante. Es como si nuestra psique, nuestro cuerpo, no estuviese preparado para vivir esta experiencia, quedando perplejo, sorprendido, sin saber como integrarla.
¿Cómo ocurre algo así, si la muerte se manifiesta de diversas formas en el día a día, de manera constante y sin tregua? ¿Cómo es posible que no tengamos integrada esta experiencia como algo natural fruto del proceso de la vida?
Es común escuchar, frente a la pregunta de un niño que enfrenta la muerte de un ser querido, que se le responda que “se fue de viaje”, y no hacerlo partícipe del proceso de enfermedad y muerte. Esta dificultad para hablar de la muerte trasciende la edad, afectando principalmente a la persona enferma y a los que la rodean, los que visualizando la muerte como una posibilidad cierta, se ven muchas veces imposibilitados de abordar este proceso de manera abierta y explícita.
Para la autora Liliana Cazenave, “el tabú de la muerte toma diversas formas, banalizándola como ocurre en los dibujitos animados donde los personajes mueren y resucitan indefinidamente; exaltándola como algo excepcional como es la muerte violenta, tema preferido en los noticieros y ficciones televisivas y cinematográficas, o se la destaca en las figuras públicas cuyos funerales constituyen espectáculos que se cubren paso a paso por todos los medios. Pero es sobre la muerte ordinaria, la de todos los días, sobre aquella que nos es cercana, donde recae directamente el tabú”.
Frente a la falta de conversación y discurso social acerca de la enfermedad y la muerte, queda representada asociándola a lo no deseado, al dolor, a lo que debemos evitar a toda costa, quedando excluida esta experiencia como parte natural del proceso de la vida.
¿Cómo se sostiene esta creencia? En nuestra cultura se sobrevalora el placer, asociándolo al éxito, al crecimiento sin límites, al incentivo a sobrepasar todos los récords, a torcerle la mano a las arrugas, a las canas y al paso del tiempo, estar siempre feliz.
Consideramos un fracaso cualquier cosa que implique tristeza y malestar, no ganar el primer lugar, y es en este lugar donde se simboliza la enfermedad y la muerte. Estos valores se sostienen de manera incuestionable en nuestras prácticas cotidianas, donde se llega al extremo de pretender eliminar los límites. Es frecuente el mensaje “de ti depende”, el que esconde la creencia de que nada es imposible, que los límites son impuestos por el mismo sujeto, quien podría estar en control de su bienestar, de su salud, y por tanto, también del momento de su muerte.
Creemos que el control de la enfermedad y la muerte se encuentra en nuestra mente, y que si logramos descifrar las claves de la salud, no enfermaremos. Este tipo de aseveraciones se escuchan cada vez con más frecuencia, dada la abundancia de teorías que aseguran que la enfermedad se relaciona con uno u otro comportamiento, generando verdaderos mapas explicativos acerca de la relación entre enfermedad y distintos tipos de conductas.
No negamos que exista relación entre las conductas y la enfermedad, de hecho, las investigaciones demuestran ello de manera cada vez más categórica. Pero el enfermar y la muerte pertenecen al tipo de fenómenos complejos que se explican por un sinnúmero de variables que interactúan de manera muy dinámica, y cuya fórmula final siempre es desconocida. Es decir, debemos aceptar que tenemos un control parcial.
Dado lo anterior, la problemática que sí debemos enfrentar y sobre la cual sí podemos ejercer control, es cómo vivimos estos procesos. Para ello necesitamos sacarlo de las sombras, de lo oscuro, de lo no simbolizado, para permirtir una conversación abierta y sincera, donde podamos hablar de nuestros temores, de la incertidumbre, los miedos.
Sólo desde esa actitud abierta, explícita, es que podremos acompañarnos, contener el dolor asociado a estos procesos y contrarrestar la soledad en la que se ven enfrentados aquellos que viven la enfermedad y la proximidad a la muerte. Lo que proponemos es humanizar la muerte, integrarla como una experiencia propia de la vida, pensarla, generar espacios para acoger los sentimientos de dolor y tristeza con los que se asocia la pérdida propia y del otro.
La paradoja es que sólo si somos capaces de abordar los procesos de dolor e incertidumbre asociados a la enfermedad y la muerte, podremos trascender a ellos y tener un encuentro afectivo y humano que nos permitirá -de manera real- trascender el fenómeno de la muerte, integrándolo como parte del proceso de la vida.