Sistema de reparto, ¿jubilación justa?
Los casos que se han conocido recientemente en relación al monto de las pensiones que han recibido funcionarios de Gendarmería han provocado gran sorpresa a nivel de la opinión pública, generando reacciones de dos tipos: de un lado están quienes consideran que estas situaciones de privilegio constituyen un abuso que no se puede tolerar, y, por el otro, quienes sostienen que todos los jubilados chilenos deberían poder obtener una pensión calculada bajo la lógica de los sistemas de reparto.
Lo que la mayor parte de la ciudadanía desconoce -especialmente los más jóvenes- es que las discriminaciones que hoy tanto sorprenden fueron la tónica en el sistema previsional chileno hasta el momento de la reforma hace 35 años. Conviene recordar que en 1980 había en Chile 32 cajas de previsión, las que administraban más de 100 regímenes previsionales diferentes. Cada trabajador cotizaba en la caja que le correspondiera, en función del tipo de labor desarrollada y en algunos casos del sector económico en que se desempeñara: había cajas distintas para empleados particulares, públicos, periodistas, trabajadores bancarios, del salitre, de hipódromos, de la marina mercante y ferroviarios, entre otros.
La gran mayoría de los trabajadores chilenos (dos tercios del total) debían adscribirse obligatoriamente en el Servicio de Seguro Social, y solo podían acceder a una pensión de vejez al cumplir 65 años de edad los hombres que pudieran demostrar a lo menos 800 semanas de imposiciones (15 años aproximadamente). Pero los empleados públicos y los que eran catalogados como empleados particulares tenían, adicionalmente, la opción de acceder a una pensión de antigüedad si exhibían 30 o 35 años de cotizaciones, respectivamente. Y en el caso de los trabajadores bancarios (menos del uno por ciento del total de cotizantes), la pensión de vejez se podía alcanzar al momento de cumplir 55 años de edad los hombres, o acceder a una pensión de antigüedad exhibiendo 24 años de imposiciones, o solamente 13 años si eran despedidos.
Los montos de las pensiones no eran el resultado del esfuerzo de ahorro que el trabajador hubiera realizado durante su vida laboral activa, sino que se calculaban generalmente como un porcentaje del salario promedio recibido durante los últimos años de trabajo. Por cierto, tanto el porcentaje como el número de años a considerar para calcular el promedio variaban entre las distintas cajas. En un contexto de esta naturaleza, es obvio que los mayores beneficios los recibían quienes tenían una mayor capacidad de presión ante el poder político. No debería ser motivo de sorpresa, por tanto, que quienes estaban en la cumbre de la pirámide hayan sido los propios parlamentarios, quienes por el solo hecho de haber ejercido como tales podían acceder a un beneficio previsional. A lo anterior habría que agregar que las pensiones del antiguo sistema previsional no estaban indexadas al IPC -no estaban expresadas en UF, como es actualmente-, lo cual en un contexto de inflación elevada, como el que prevaleció históricamente en Chile, se traducía en una fuerte erosión de su poder adquisitivo a través del tiempo. Las opciones de reajuste dependían únicamente de la disponibilidad de recursos fiscales, quedando los pensionados absolutamente desprotegidos, a merced de lo que resolvieran los gobiernos de turno en función de sus prioridades del momento.
Esta es la historia real. Esta estructura discriminatoria era la realidad previsional de Chile que se combatió con la reforma que creó un sistema de pensiones basado en el esfuerzo individual y en la propiedad privada de los fondos ahorrados. Los teóricos de la seguridad social podrán contraargumentar señalando que es posible diseñar un sistema «de reparto» que no contenga estas distorsiones, y pagar mejores pensiones. Además de los problemas de financiamiento de los sistemas de reparto, que surgen de una realidad demográfica en que cada vez hay menos trabajadores activos para financiar la pensión de quienes ya están retirados, la realidad política de los sistemas de reparto, como su propio nombre lo indica, conduce a esquemas discriminatorios, en que los mayores beneficios los terminan recibiendo quienes tienen mayor capacidad de presión. ¿O acaso ciertas normas preferenciales para los funcionarios de Gendarmería que han salido a la palestra no fueron aprobadas en años recientes?
No cabe duda de que en el actual régimen previsional hay muchas cosas que mejorar, entre ellas la tasa de cotizaciones -en el antiguo sistema se cotizaba aproximadamente el doble de lo que es actualmente-, la edad de jubilación para acceder a una pensión de vejez, y otras regulaciones que apunten a mejorar la densidad de cotizaciones. Asimismo, no hay razones para continuar dejando fuera del sistema a quienes hoy cotizan en regímenes especiales, estableciéndose otro esquema de incentivos para motivar a los más calificados. Lo que no se debe hacer es mirar un espejismo y pensar en forma voluntarista en un esquema que a la larga no es viable ni financiera ni políticamente. Debemos aprender de nuestra propia historia.