Descomposición institucional
Tengo la impresión de que los chilenos no advertimos lo que, sin la menor duda, constituye un proceso de descomposición institucional. Progresivamente, nos hemos ido habituando a hechos cuya gravedad no parece conmovernos.
En el plano nacional, una región del país vive convulsionada por un movimiento subversivo que cuestiona las bases en que se sustenta la nacionalidad y que pretende, en nombre de ancestrales reivindicaciones, obtener beneficios a costa de privar de sus derechos a ciudadanos que explotan esas tierras por varias generaciones. La falta de una política coherente que ponga atajo a estos excesos, inevitablemente contagiará a otras zonas, incluso a nuestro territorio insular. ¿Qué estamos haciendo para resolver este problema? Nada sustancial.
En otro aspecto, se pretende aprobar una nueva Constitución, sin precisar cuáles son aquellas materias que requieren modificación y, lo que es peor, dando la espalda a lo que ordena la Constitución vigente, que regula en forma expresa de qué modo debe procederse en esta materia. Como si lo anterior no fuere suficientemente grave, la Cámara de Diputados, en un acto abiertamente inconstitucional, entra a estudiar la «anulación» de una ley, sobrepasando los derechos constituidos bajo su vigencia y las potestades de los demás órganos del Estado. Súmese a ello una especie de «convulsión legislativa», desatada por el Gobierno, para modificar la enseñanza superior, las normas tributarias, la legislación laboral, la organización y funcionamiento de los partidos políticos, la probidad pública, etcétera. Lo que señalamos parece indicar un desprecio por el sentir de la ciudadanía que observa perpleja cómo se desmoronan los pilares el ordenamiento jurídico, afectando su estabilidad y seguridad.
Si a lo señalado unimos los escándalos suscitados a propósito del financiamiento de la política y los acuerdos ilegales que obstruyen la libre competencia -hábilmente explotados por los detractores del modelo económico-, llegaremos a la amarga conclusión de que el panorama no puede ser más sombrío y que entre nosotros puede pasar cualquier cosa ante la indiferencia general de la población.
Pero las cosas no se limitan a estas anomalías. Una serie de instituciones fundamentales y de larga trayectoria aparecen con frecuencia vulneradas por sentencias judiciales o por leyes especiales. En Chile no se respeta la «cosa juzgada», vale decir, el derecho a no ser arrastrado nuevamente a los tribunales de justicia después de concluido el proceso respectivo por alguno de los medios establecidos en la ley. Tampoco se respeta la «prescripción», esto es, la extinción de la responsabilidad por el transcurso del tiempo, instituto consagrado por siglos en todas las legislaciones civilizadas del mundo. Mucho menos el «debido proceso», aun cuando este se halle consagrado como garantía en la propia Constitución. Baste, a este respecto, recordar que entre nosotros hay un procesado que no conoce al juez que lo condenó, el mismo que públicamente reconoció en las pantallas de televisión que la sentencia pronunciada se fundaba en una «ficción». ¡Y qué decir de la Ley de Amnistía, concebida originalmente para favorecer por igual a partidarios y enemigos del Gobierno Militar, pero que terminó aplicándose solo a estos últimos!
Los Tribunales de Justicia, por los hechos ocurridos entre 1973 y 1989, no han tratado de la misma manera a los uniformados y a los subversivos. Se han elaborado pretextos, teorías, apariencias y argucias legales para castigar a unos y exculpar a otros. Históricamente, cada revolución o conmoción social abre camino a un proceso de reconciliación nacional que se expresa en diversas manifestaciones, especialmente a través de leyes de amnistía. Así sucedió en 1891, cuando una guerra civil, que produjo miles de muertos, cambiando el destino político de Chile, nos hundió en el odio y el revanchismo. Sin embargo, el patriotismo pudo más. Por desgracia, no ocurre lo mismo en este momento, lo que induce a pensar que transcurrirán muchos años antes que los hechos referidos dejen de opacar la conciencia pública y servir de trampolín a ambiciosos y provocadores.
Los derechos humanos, exaltados en los últimos años, particularmente por quienes no condenan con igual celo su quebrantamiento en otras naciones, han sido explotados políticamente con elevados dividendos. Esta estrategia política tendrá un elevado costo para Chile, porque se mantendrán abiertas heridas que ya debieron cicatrizar.
Acatar el mandato legal, instar por la recta aplicación del derecho, respetar las instituciones, y, sobre todo, no atizar el odio es la única receta para superar el atolladero en que nos encontramos.