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UDD en la Prensa

Razón y sentido de la universidad

 Pablo Rodríguez Grez
Pablo Rodríguez Grez Profesor Facultad de Derecho

Desde sus orígenes, la universidad ha sido el punto de encuentro entre la inteligencia y la reflexión. Confluyen en sus claustros los más capaces y quienes creen que la confrontación de las ideas es más fecunda que la imposición y el sometimiento. De ahí que sean el diálogo y la discusión los instrumentos principales para medir los méritos de quienes interactúan en ella. La política, como manifestación superior del espíritu, tiene cabida, ciertamente, en la universidad; pero la política, como instrumento para la conquista del poder y el condicionamiento de toda actividad intelectual, es ajena al quehacer de quienes intervienen en sus aulas. Una universidad politizada, que opera ciegamente atada a una ideología política, es la negación de todo lo que esta representa. La realidad de nuestra enseñanza superior en las últimas cinco décadas da cuenta de un deterioro creciente de la calidad académica, precisamente porque ha sido terreno predilecto de quienes intentan someterla a sus oscuros designios. Solo en un medio libre del cerco partidista pueden hundir sus raíces el conocimiento, la investigación y la creatividad.
La consigna preferida de los movimientos revolucionarios de los años 60 («universidad para todos»), se hizo realidad gracias al aporte de la hoy vilipendiada enseñanza superior privada. Ahora se invoca la «gratuidad» con la clara intención de defenestrar a las instituciones que hicieron posible el acceso masivo a la universidad, transformándola en una consigna noble que justifica el anhelo de imponerle un ideario estatista de contornos totalitarios.
Conviene detenernos en tres observaciones que explican la insoslayable y compleja realidad en que nos hallamos.
No cabe duda de que el título profesional, en el siglo XX, fue la investidura que suplantó a la élite proveniente de una aristocracia socialmente desgastada y decadente. El prestigio, la influencia y las ventajas económicas se asociaban entonces al desempeño de tareas que demandaban un título universitario. Entre nosotros predominaron, como lo destacó Francisco Antonio Encina en «Nuestra Inferioridad Económica», las profesiones liberales, con un cierto desprecio por la enseñanza técnica. Los resultados están a la vista: la rotunda decadencia de Chile, como consecuencia del frustrado modelo diseñado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), que propiciaba un modelo basado en la sustitución de importaciones y la asignación de los recursos por el Estado.
A lo anterior debe unirse el hecho -ya destacado por otros observadores- que, saturado el campo profesional (lo que comienza a manifestarse en ciertas áreas), quienes ven defraudadas sus legítimas ambiciones, por efecto de limitaciones que no existían en el pasado, adoptan las posiciones más críticas, volviéndose contra el sistema al cual imputan ser la causa de una frustración injusta e inesperada. El título profesional, por sí solo, no confiere los beneficios que se creían ya conquistados. Lo que señalamos queda patente con más fuerza en aquellos estudiantes que provienen de familias que nunca antes habían tenido la posibilidad de ingresar a la universidad.
Por último, la única forma de elevar la calidad académica, dotando a los titulados de mayor capacidad, destreza y habilidad -lo que les permitirá abrirse paso en un medio cada vez más exigente-, es la competencia, y ella solo se promueve en la medida en que se permita operar libremente a las universidades privadas en un ámbito dominado por universidades estatales. Es incuestionable que las primeras irán ganando espacios de excelencia, probablemente en desmedro del prestigio de las segundas, salvo que se obstruya su tarea, proclamando una sucesión de pretextos llamativos y vulgares (lucro, desigualdad, clasismo, conservadurismo, etcétera).
Si nos preguntamos por qué se funda una universidad, la respuesta admite tres respuestas posibles: para lucrar (lo cual está prohibido expresamente en la ley chilena); para servir a quienes profesan un cierto credo religioso y desean formarse al amparo de sus convicciones, y para defender un conjunto de ideas y valores de bien público que se quiere hacer prevalecer. Excluyendo el lucro, las restantes razones merecen y deben ser respetadas, en la medida en que sirvan a la comunidad y al bien común.
A partir de esta realidad, cualquier análisis que se intente respecto de las ideas matrices de los proyectos gubernativos, dejará en evidencia que lo que se quiere es aplastar a la enseñanza superior privada, confiriendo toda suerte de beneficios y favores a las universidades estatales; que se desconoce el gobierno que libremente cada casa de estudios se dio al momento de fundarse, y que se lesiona la autonomía interna, sin la cual la universidad deja de ser tal. El panorama, entonces, es incierto y desalentador, y anticipa un porvenir cargado de presagios negativos.

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