Cultura cívica y reforma constitucional
Quien quiera analice la realidad política que nos golpea llegará a la conclusión de que entre los postulados de máxima importancia figura la dictación de una nueva Constitución. Asimismo, comprobará que el reproche fundamental que se hace al texto de la actual normativa radica en el hecho de que nació y se aplicó en el régimen militar. De nada ha servido destacar que ella (la Constitución) es el título que legitimó y sirvió de base a la restauración del sistema democrático, y que ha sufrido numerosas modificaciones para adaptarla a las necesidades de las diversas contingencias del acontecer nacional. Los llamados propagandísticamente «enclaves autoritarios» han desaparecido, debilitándose sensiblemente el principio de autoridad, lo que ha redundado en un aumento considerable de la inseguridad pública. No obstante lo anterior, se persiste en la necesidad de elaborar una nueva Carta Política justificándola con referencias de carácter histórico.
La potestad constituyente se ejerce en Chile por los poderes colegisladores (Presidente de la República y Congreso Nacional) pudiendo intervenir el pueblo, a través del plebiscito, en el evento de una divergencia sustancial entre ambos. En definitiva, es el pueblo el árbitro supremo como titular del ejercicio de la soberanía.
Lo anterior, a juicio nuestro, no admite discusión. Ahora bien, el pueblo, para resolver soberanamente, requiere de un nivel mínimo de cultura cívica, sin lo cual su voluntad carecerá de sustento y no será más que un formalismo vacío e irracional. Es aquí, precisamente, donde flaquea la institucionalidad vigente.
En una encuesta realizada por la Facultad de Derecho de la Universidad del Desarrollo se indagó sobre los conocimientos elementales de la ciudadanía acerca de la organización jurídica de nuestro país. El resultado fue, por decirlo suavemente, deprimente, porque los chilenos mayoritariamente ignoran los fundamentos del sistema que se pretende sustituir y el alcance que debe asignarse a cada uno de ellos. En dicha encuesta se consultó si el entrevistado sabía de qué materias se ocupa la Constitución: el 75% lo ignora. Si conocía algún código: el 84% respondió negativamente. El 67% desconoce el principio de separación de los poderes del Estado. El 65% es incapaz de señalar qué es una ley. El 82% no sabe qué es una asamblea constituyente. No obstante todo lo anterior, el 60% manifestó ser partidario de una reforma constitucional. Las cifras anotadas obligan a concluir dos cosas. Primero, se ha dejado de lado el deber de todos —autoridades y particulares— de aportar a la ciudadanía un mínimo de información sobre aquello que directamente le concierne en relación con sus deberes ciudadanos: y, segundo, se ha distorsionado, con consignas y declaraciones grandilocuentes, la voluntad popular y por este medio enturbiado la pureza de futuras consultas populares.
En consecuencia, antes de convocar al pueblo para resolver sobre el destino constitucional de Chile, debemos superar la pobreza cívica que nos afecta, comenzando por los colegios y las instituciones de enseñanza superior. Si es importante construir casas, fundar escuelas, mejorar las redes viales, enfrentar las deficiencias de la seguridad pública y aliviar los servicios de salud, cuestiones todas que la población considera preponderantes, no es menos importante dotar al cuerpo social de los conceptos jurídicos más indispensables para el ejercicio de su derecho a decidir el destino de Chile.
De aquí la urgencia de desencadenar una cruzada de ilustración sobre las materias de mayor trascendencia en el ámbito institucional. El destino de nuestro país dependerá de la capacidad del pueblo para adoptar las decisiones a que sea llamado.
No es suficiente asilarse en lugares comunes o dejarse seducir por eslóganes hábilmente elaborados para comprometernos. De la sola Constitución no depende, ciertamente, la solución de los muchos problemas que nos agobian, pero no debe ser ella un escollo para superar la encrucijada que vivimos. De una cosa podemos estar ciertos: el ejercicio de la soberanía exige una respuesta responsable y patriótica de quienes tienen a su cargo la delicada misión de dirimir un conflicto entre quienes ejercen la potestad constituyente.
Finalmente, la pretensión de modificar o sustituir la Constitución de 1980 debe ajustarse a las reglas que la misma dispone para estos efectos. Si ella ha prevalecido por más de 30 años regulando el proceso político con la anuencia, al menos tácita, de casi todos los sectores políticos, esquivar su mandato nos haría caer en una ilegitimidad que, paradójicamente, sirve de excusa a la proposición de reemplazarla.