La participación social y el revanchismo de las clases sociales
A contrapelo de los discursos en favor de la modernidad, Karl Marx sostenía en 1848 que la propiedad privada había corrompido la «esencia humana» durante el siglo XIX («enajenación», «explotación», «pauperización», etc.), estimulando así una ambición incontrolable que dio paso a una ‘lucha fratricida’ entre clases sociales por el dominio de la propiedad social. Todo ello en pleno «capitalismo de la libre concurrencia».
Para revertir esta situación Marx propuso la abolición del «modo de producción capitalista», seguida de una ‘dictadura del proletariado’ para dar paso al comunismo integral. Este nuevo estadio basado ‘eventualmente’ en «relaciones transparentes», postpolíticas o postideológicas, posibilitaría el retorno al hombre liberado de las ‘cadenas’ de la propiedad privada (fin de la falsa consciencia) y del ‘individualismo burgués’.
El regreso a un estadio natural («la comunidad de productores directos» similar a la «voluntad general» de Rousseau) implicaba que el ‘hombre libre’ estaba dispuesto a «cooperar» en la causa socialista para apoyar la provisión de bienes universales –por la vía de estatizar los medios de producción– por sobre el bienestar individual. Dicho sea de paso, la Escuela Austriaca (Menger, Von Mises y el mismo Von Hayek) forjaron una crítica demoledora contra la idea de que el orden político-institucional se definía íntegramente desde el «cálculo socialista». Las leyes inexorables de la «infraestructura económica».
En nuestra memoria reciente están los sucesos ocurridos el 9 de noviembre de 1989 cuando el Muro de Berlín y, junto con él, las ideas gruesas del marxismo occidental entraban en una bancarrota sin precedentes. Existe una abundancia de explicaciones sobre el derrumbe del «Pacto de Varsovia» o los discursos nacionalistas (satélites) que tuvo que enfrentar Gorbachov una vez que abrió la Glásnot.
Sobre estas materias nos encontramos con enfoques que explican el derrumbe de la «cortina de hierro» desde diversas perspectivas, tanto políticas, económicas, sociales o culturales (… el lastre del estalinismo, el estancamiento tecnológico bajo el periodo de Brézhnev, los desequilibrios económicos producidos por la competencia nuclear, la tardanza de la apertura hacia Occidente, etc.). Sin embargo, todas estas argumentaciones encuentran un «origen común» situado en la errónea creencia de que la utilidad o bienestar grupal generarían –en pleno centralismo de la producción– los incentivos adecuados para que cada individuo tuviera una inclinación inquebrantable a cooperar en la «planificación socialista».
Lo que en definitiva sucedió es que esto fomentó el comportamiento oportunista de individuos que no aportaron al proyecto colectivo, beneficiándose de ese esfuerzo una ‘casta de burócratas’ ubicados en posiciones de privilegio dentro de la burocracia del PCUS. Una burocracia viciosa fue el sello de esta desproporción entre fines privados y bienes colectivos. La caída del Muro, el despertar ciudadano en las «Puerta de Brandeburgo», fue la máxima expresión de hastío y agobio de una ciudadanía que –al comienzo– confió en “un amanecer comunista”, y que ‘cooperó’ por alcanzar beneficios sociales, pero que a la luz de la experiencia histórica nunca recibió los frutos de su participación en un modelo de alta burocratización y centralismo político –la tesis de «partido único»–.
En La Lógica de la Acción Colectiva de Mancur Olson se afirma que lo racional es marginarse de la «participación social» y concentrarse en sus intereses individuales, que si bien son complementarios, dependen directamente de su esfuerzo individual. Por tanto, un grupo tendrá dificultades para organizarse y alcanzar un fin colectivo, si el costo de su participación individual es mayor al beneficio de la misma.
Pero es precisamente en esta segunda premisa donde se puede constatar que en un escenario de incertidumbre social se propician incentivos individuales adecuados para motivar la «participación social», a saber, se incentiva la cooperación de sujetos que buscan alcanzar el bienestar grupal.
En Chile, los movimientos estudiantiles, las marchas de padres y apoderados, los paros docentes, las huelgas sindicales, etc., responden al análisis racional e individual que considera que los beneficios de su movilización son superiores a los costos de la misma. Por tanto, si individualmente se obtiene alguna recompensa o utilidad (económica y/o altruista) entonces habrá disposición a marchar, por cuanto el «beneficio colectivo» está por sobre el legítimo interés individual. Para muestra un botón: a fines de la década de 1980 aumentó considerablemente el padrón electoral y consecuentemente el 96,6% de los inscritos estuvieron dispuestos a votar para terminar con 17 años de dictadura, es decir, los individuos racionalmente participaron porque consideraron que el beneficio alcanzado era superior al costo individual. En la última elección presidencial, bajo reglas de inscripción automática y voto voluntario, más del 50% de los inscritos se abstuvo de votar, lo que se explica por el mismo fenómeno, pero a la inversa. Muchos no votan porque consideran que su voto no hará ninguna diferencia en su bienestar.
En este contexto, hace algunos días tuvo lugar una protesta masiva en varias comunas del país que, con ruidos de alarmas y cacerolas, repudiaba el aumento de la delincuencia. Según cifras de Paz Ciudadana existe un alto porcentaje delictual que se concentra en las zonas urbanas de cada capital regional. Asimismo, según esta misma medición, Antofagasta (19%), Valparaíso (18,6%), Iquique (18,3%), Copiapó (16,7%), Concepción (15,7%) y el Gran Santiago (14%) registraron los mayores índices de alto temor entre sus habitantes, tomando en consideración variables como la cantidad de delincuencia presente en la comuna, el nivel de violencia de los hechos, la evolución del delincuencia en el futuro y el temor a ser víctima a ser asaltado en diferentes lugares y situaciones.
En consecuencia, existe evidencia empírica que fundamenta la inseguridad ciudadana y que, dada la lentitud de la política pública para contrarrestar la delincuencia, se traduce en que los vecinos sienten amenazado su bienestar individual y aquí, por lo tanto, se configuran los incentivos pertinentes para generar presión e insertar o agilizar propuestas de seguridad ciudadana en la agenda gubernamental.
Si bien este proceso de «participación social» y democrática garantiza la incorporación de todas las expresiones ciudadanas en la discusión pública, las redes sociales se llenaron de comentarios sesgados, inducidos, algunos de tipo clasista (que sabotean el «pluralismo de la participación» y sus externalidades), e imponían la idea de que solo cierto sector del país –cierto grupo social– tiene el monopolio ético de la protesta social. Estas expresiones ‘patrimoniales’ nos recuerdan que aún quedan resabios de la lucha entre clases sociales, originados, según la tesis de la ‘izquierda jacobina’, en la opresión histórica de unas clases sobre otras. Ello da pie y nos retrotrae a resentimientos justificados –aunque no en todos los casos–, a disputas ideológicas que se reflejan en el típico «clasismo chileno» que, desde arriba hacia abajo, pero también desde abajo hacia arriba, amenaza la «participación social» en desmedro de sus activos culturales y asociativos.
Para constituirnos en un país –con un horizonte normativo– que apele a la formación ciudadana, todos deberíamos estar atentos a los incentivos que se alcanzan por la vía de una mayor «participación social». Si tales activos no se encuentran inmediatamente, ello no autoriza a menoscabar o debilitar las formas de acción colectiva asociadas a la participación ciudadana, sino más bien a apoyar el mejoramiento de programas sociales.
Democratizar la democracia pasa por mejorar cualitativamente la participación y encarar frontalmente el déficit de la política pública; pero ello no debería ceder a las tentaciones del conflicto ideológico que la Nueva Mayoría tiende a promover. Por fin, la atmosfera ideologizada, la extensión de la conflictividad y la supuesta ‘primacía ética’ de un sector social, soslayan las formas de modernización sustentadas en las últimas dos décadas. La tentación populista, aunque de baja intensidad, es un riesgo del actual oficialismo.