Curso de colisión
Los últimos acontecimientos e investigaciones relativos al financiamiento de la política, en los cuales aparecen comprometidos todos los sectores, proyectan la idea de que avanzamos en curso de colisión. Las estructuras básicas del sistema institucional están puestas a prueba no solo en lo que dice relación con la regulación jurídica de la actividad pública, sino también con el descontento e indignación de la ciudadanía. No encarar esta encrucijada en virtud de consignas descalificadoras («empate», «arreglín», «contubernio») puede arrastrarnos a una crisis de consecuencias insospechadas. No creo que lo ocurrido sea fruto de la deshonestidad de la clase política ni de que exista en todos sus integrantes un deplorable nivel ético. Como en todos los sectores del quehacer humano, hay personas probas y deshonestas, generosas y aprovechadoras, solidarias y egoístas. Si se pretende entregar la conducción superior del Estado a sujetos moralmente perfectos y sin mácula se está intentado un objetivo imposible.
Más aún, la vida política es esencialmente informal e improvisada, fruto de las circunstancias, y se desenvuelve en un apasionado escenario en donde chocan antagonismos y preferencias. Lo que señalamos cobra más fuerza en el ámbito electoral en el cual se disputa el poder a través de una cadena de influencias, propaganda y movilización de adherentes y adversarios.
Basta examinar las disposiciones de la Ley N° 19.884, sobre gasto electoral, para comprender que inevitablemente las campañas políticas desbordarían la letra y el espíritu de sus normas, y que los poderes colegisladores incurrieron en errores difícilmente justificables al aprobar un estatuto totalmente divorciado de la realidad. De aquí que los infractores se ubiquen en todo el espectro partidista sin distinciones ideológicas.
Porfiadamente, provocando con ello una persistente erosión de los pilares de la institucionalidad, subsisten camarillas empeñadas en ganar espacio y asumir la función de «catones» en un mundo que día a día les depara nuevas sorpresas, en tanto que otros sectores sufren una parálisis, posiblemente esperando que lo ocurrido corresponda a aquellos problemas que «se resuelven solos o no tienen solución».
El mundo político debe asumir la responsabilidad que le corresponde, por doloroso que sea, y en un acuerdo nacional poner fin a esta situación que va adquiriendo visos dramáticos. Este acuerdo debería ir más allá de la regulación financiera de los procesos electorales y sentar las bases que den solidez y estabilidad al modelo institucional desde su perspectiva económica, administrativa y política. Solo así podría recuperarse la confianza y reimpulsarse el desarrollo. La repulsa social que en lo inmediato puede traer consigo esta determinación —circunstancia que inmoviliza a muchos dirigentes— tendrá que soportarla toda la clase política, sin excepciones ni pequeñeces, porque se trata de salvar lo fundamental y evitar un derrumbe que, en definitiva, no favorecerá a nadie, y sí nos perjudicará a todos.
Se abre, además, la oportunidad de legislar en serio sobre las campañas políticas y la vida partidaria, sin estridentes prohibiciones ni restricciones, y sin ingenuas reglamentaciones que carecen de todo sentido realista. Ha quedado demostrado que el financiamiento de la «derecha» no difiere del financiamiento de la «izquierda», y que en ambos frentes se recurre a las mismas fuentes. Por ende, cada colectividad debe encontrar la manera de afrontar sus costos sin imponerle al recargado erario nacional mayores gravámenes. La ventaja del poder económico de una determinada agrupación política, confrontada con el poder económico de su adversario, es un mito a la luz de los antecedentes que ahora conocemos. Una nueva legislación, que ponga acento en la transparencia, implicaría el paso más efectivo para el logro de una atmósfera política descontaminada.
Comprendo que lo propuesto implica para muchos un sacrificio de proporciones, porque anhelan aplastar al contendor y la oportunidad resulta inmejorable. La ciudadanía debe medir este comportamiento y valorizarlo a la hora de decidir nuestro destino.
Lo peor que podría suceder es deslumbrarse con investigaciones, procesos y encarcelamientos, sin advertir que con ello la nave del Estado queda sin timón, a merced de las corrientes y los vientos, en curso de colisión. Salvar la institucionalidad y encarar las dificultades y retrocesos que nos afectan es una tarea de la que nadie debería sustraerse, porque está en juego el destino de Chile. Nadie sacará provecho del desplome o inestabilidad de nuestras bien asentadas instituciones.