Sobre el procedimiento judicial
Todas las encuestas sobre la opinión que merece a los chilenos el funcionamiento y cometido del Poder Judicial dan cuenta de un descontento permanente. Nuestros compatriotas no están satisfechos con los tribunales y desconfían de su eficiencia. De nada sirve ser titular de un derecho si los medios para hacerlo efectivo no operan o las decisiones necesarias para darle cumplimiento se arrastran durante largo tiempo, dejando indefensos a quienes requieren protección.
La gente reclama «justicia», entendiendo como tal una reacción oportuna de los órganos jurisdiccionales, sea para castigar un delito, reparar un daño u obtener la restitución de lo que le pertenece. En los últimos años hemos avanzado, es cierto, pero no lo suficiente como para estar satisfechos.
En el ámbito penal, operan dos factores negativos: el «garantismo» (tendencia que pone acento en sobreestimar los derechos del delincuente en desmedro de la víctima), y las inclinaciones ideológicas de algunos jueces que parecen condicionar sus resoluciones. Ambos factores han ido mermando el apoyo ciudadano al sistema. Se percibe que, en lugar de aplicar una sanción ejemplar y correctiva, con el propósito de desincentivar a quienes infringen la ley, se les asegura la libertad a pesar de la reiteración y la reincidencia.
Esta realidad ha traído como consecuencia por una parte, el rechazo del ofendido que se siente desamparado y, por la otra, permite que se incremente la criminalidad gracias a una excesiva tolerancia. Reiteremos lo que tantas veces se ha dicho, pero que se sigue desoyendo: el combate a la delincuencia solo puede tener éxito en la medida que se aplique la ley sin contemplaciones y de manera efectiva. Agreguemos, todavía, que la sensación de impunidad —el mejor tónico para el aumento del delito— se ha extendido a sectores que ven a la fuerza pública y la judicatura no solo sobrepasadas, sino incapaces de castigar a quienes violentan el mandato legal. Tal ocurre dramáticamente en la IX Región, que vive un verdadero alzamiento armado, en nombre de reivindicaciones históricas que desafían abiertamente la institucionalidad vigente.
En el área civil el descontento no es diferente. Los litigios demoran varios años, incluso aquellos procedimientos especiales, establecidos precisamente para que sean resueltos en forma breve y sumaria. Una reforma procesal útil debería considerar a lo menos tres aspectos: desplazar de los tribunales los juicios ejecutivos que constituyen un subsidio escandaloso en favor de las grandes cadenas comerciales, los bancos y centros financieros y en los que predomina, sin contrapeso, lo administrativo por sobre lo jurisdiccional; instituir procedimientos de tramitación concentrada, sin afectar los derechos en juego, e incorporar principios que, como la oralidad, la inmediación, la eficiencia y la celeridad permitan hacer realidad una justicia oportuna y de calidad. Nada de ello se logrará si atiborramos a los jueces con funciones y tareas que no les corresponden, las que, en todo caso, deben financiarse por los beneficiados, y que consumen la mayor parte de la jornada judicial.
Lamentablemente, en lugar de enfrentar estos problemas con realismo y sentido práctico, los llamados a legislar sobre la materia optan por modelos teóricos, copiados de experiencias extranjeras, divorciados de nuestras mejores tradiciones, y de tan alto costo, que casi siempre queda pendiente la mayor parte de sus postulados.
La Facultad de Derecho de la Universidad del Desarrollo preparó un proyecto de reforma del Código de Procedimiento Civil, que introduce con prudencia innovaciones radicales, como transferir a un organismo administrativo los juicios ejecutivos, liberando un espacio de tiempo que permitiría a los jueces optimizar su trabajo, todo ello sin sacrificar un valioso patrimonio jurisprudencial y doctrinario, ni la experiencia de su personal, a veces forjada durante varios años.
No menos importante resulta la intención de dar flexibilidad al procedimiento, equilibrando los derechos de los litigantes, evitando presiones y abusos, como suele ocurrir en la actualidad. Pero esta proposición no ha encontrado eco, porque se prefiere estar en sintonía con organismos foráneos que terminan imponiéndonos la dirección que debemos seguir.
Tanto el derecho sustantivo (constitucional, civil, comercial, administrativo, etcétera) como el derecho adjetivo (procesal), deben inspirarse y reflejar el carácter e idiosincrasia de los imperados y apoyarse en lo que constituye una tradición centenaria. Nuestros legisladores parecen haber olvidado que el «estado de derecho» se sustenta en el cumplimiento espontáneo de las normas jurídicas y que ello implica interpretar los hábitos, usos costumbres y aspiraciones de la comunidad. Por lo mismo, el encanto por lo extranjerizante debilita lo medular del sistema jurídico.