¿Es conveniente implementar la gratuidad universal en la educación superior?
Una adecuada política pública requiere un diagnóstico preciso que permita identificar con claridad los problemas que se deben abordar, para luego diseñar los instrumentos idóneos.
En el caso de la educación superior chilena, la realidad es que más de 1.100.000 jóvenes estudian en alguna de las 162 instituciones y la mitad proviene de familias del 60% más pobre. Hoy existe un sistema de becas que abarca a esas familias y también créditos subsidiados por el Estado para los demás, por lo que nunca pagarán por ese concepto más del 10% de sus ingresos futuros.
Los desafíos que enfrenta nuestro sistema de educación superior dicen relación con la calidad, el acceso y la inclusión, todo en un marco de necesidades múltiples y recursos siempre limitados. Considerando esto, debe analizarse si una política de gratuidad universal como la propuesta por el gobierno se justifica, o bien si existen mejores instrumentos para lograr los objetivos deseados, sin perjudicar a los estudiantes ni afectar la diversidad de proyectos educativos.
Una política de gratuidad universal no resolverá el desigual acceso a la educación superior, según nivel socioeconómico y, paradojalmente, financiará la educación a miles de estudiantes que pueden pagarla. Se trata de una política regresiva en la que se destinan cuantiosos recursos fiscales para financiar tanto a los estudiantes que necesitan la ayuda, como a los de mayores ingresos, dejando de cubrir otras necesidades más urgentes. Refuerza lo anterior el hecho que Chile es el tercer país de la OCDE con menor gasto por alumno en educación básica y media, y, por el contrario, está entre los que más destinan a educación superior respecto de cada peso invertido en educación escolar.
Tan grave como la mala focalización del gasto fiscal es el hecho que la gratuidad universal limitará las posibilidades de elección de los estudiantes de menores ingresos. Lo anterior porque ésta solo podrá hacerse efectiva en las instituciones que suscriban convenios con el Estado, quedando como mecanismo exclusivo de ayuda estudiantil estatal, terminando con las becas y créditos que hoy se entregan y que dan libertad de elección a los estudiantes y sus familias.
Mientras los jóvenes de mayores recursos podrán escoger entre todas las instituciones existentes, los de menores ingresos sólo podrán optar entre un grupo específico de instituciones.
En vez de generar mayor acceso, la política de gratuidad lo restringe y además, corre el riesgo de ser un desarticulador del tejido social, ya que los estudiantes más pobres no podrán optar por las universidades que no suscriban el convenio. Así, habrá universidades a las que sólo podrán acceder los alumnos de mayores ingresos, por lo que esta política pública tendrá como consecuencia no deseada un mucho mayor nivel de segregación que el que existe hoy.
La gratuidad implica, adicionalmente, una fijación de aranceles por parte del Ministerio de Educación, lo que podría llevar a una «universidad modelo» contraria a la necesaria diversidad del sistema, determinando por esa vía las características de cada proyecto y limitando sus posibilidades de adecuarse a los requerimientos de los estudiantes y del país. Esa fijación de aranceles afectará también la investigación que hoy muchas instituciones privadas financian con sus aranceles, por lo que podría verse seriamente afectado el nivel de investigación del país.
La gratuidad universal en la educación superior -que haría que los impuestos de todos los chilenos pagaran por la educación de los más ricos- parece la respuesta a una consigna política y no una política pública derivada de una propuesta intelectual rigurosa para enfrentar los desafíos de ese sector.