Lo normativo y lo empírico
En muchas ocasiones el debate político tiende a ser sólo normativo. Es decir, se postulan objetivos y propuestas cuyo escrutinio empírico aparece como innecesario y hasta irrelevante. Es lo que sucede con proposiciones tales como el derecho a educación superior gratuita, derecho universal a educación de calidad o, por último, la idea de terminar con la segregación entre colegios acabando el financiamiento compartido.
Si bien en principio esta forma de razonamiento es perfectamente coherente y deseable en política, puesto que revela los ideales a los que aspiran los individuos, la verdad es que si no se hace cargo del cómo, resulta ser ideológico; vale decir, constituirse en una visión que describen de manera incorrecta y deformada al hombre, la sociedad y el mundo. Más aún utópico; es decir, objetivos que van más allá de lo posible y carentes de realización.
Para evitar esto es necesario contrastar nuestras visiones normativas y políticas con lo que la realidad nos muestra. Por cierto, esto no supone derivar proposiciones normativas (éticas) a partir de lo que sucede, sino que someter al escrutinio de los hechos aquellas propuestas que simplemente constituye una deformación de lo real. Existen muchos ejemplos pero los más claros y próximos históricamente los apreciamos en los socialismos reales que dominaron una parte importante del mundo, y que aplicaron toda suerte de medidas tendientes a realizar un «ideal» que terminó por hacerse trizas frente a la realidad.
La importancia de contrastar empíricamente las propuestas políticas y exigir con claridad el cómo éstas se materializarán es crucial para una discusión verosímil. Esto implica reconocer que en el mundo real no podemos tener todo lo que deseamos y es uno en que los manantiales de la abundancia no fluyen a chorros, no es posible el ejercicio simultáneo de todos nuestros deseos, aspiraciones e incluso derechos. En efecto, aun cuando Pedro, Juan y Diego tienen los mismos derechos a un juicio justo, el solo hecho de que los recursos son limitados, ello se traducirá en que no podrán recibir de manera simultánea, ni menos instantánea, la solución a sus demandas; lo único que podríamos asegurarles es que en algún momento las tengan.
Al respecto, veamos un ejemplo en materia de educación. El derecho a educación superior gratuita existe en muchos países; sin embargo, o se trata de países cuyos niveles de riqueza son significativamente superiores a Chile, o en que la cobertura es más baja o en que la tasa de graduación es menor a la chilena. Para lograr este propósito el Estado chileno debiera destinar unos US$ 3.400 millones adicionales cada año, manteniendo la cobertura actual; no obstante, este monto debiera subir en los próximos años y si queremos cumplir con el propósito de universalidad y cobertura, debiera más que duplicarse dicha cifra. Al existir otras prioridades, si quisiéramos cumplir también con el «derecho a educación de calidad» en la básica y media, excluida la prebásica, tendríamos que agregar otros US$ 7.700 millones adicionales, pensando en duplicar la subvención escolar, lo que no es mucho si queremos incluir el objetivo de calidad sin segregación y sin financiamiento compartido (supongamos que se mantiene el actual número de escolares). Es decir estamos hablando de grandes magnitudes.
Podrá argumentarse que si crecemos a una determinada tasa es posible financiar parte de estos recursos. Sin reforma, esto significaría crecer a una tasa del 7,1% anual por los próximos 17 años (ciclo educacional). Cabe recordar que el crecimiento de los últimos 20 años ha sido de 5,2%. Luego, un programa de esta naturaleza necesita recaudar en algún momento recursos adicionales, lo que supone algún tipo de reforma tributaria significativa, la que no incluiría otros sectores también prioritarios como salud y que podrían afectar el crecimiento. En general, la importancia de incorporar datos empíricos y cálculos que resultan odiosos a la política y los discursos puramente normativos permite tener otra visión de la política y de una de sus más importantes virtudes: la prudencia.