Sobre la interpretación jurídica
En los últimos días se ha suscitado una controversia sobre la interpretación jurídica en la cual se han confrontado diversos pareceres. El problema tiene una relevancia muy especial, por cuanto toca la misión medular de jueces, abogados, autoridades administrativas y, especialmente, la función que consciente o inconscientemente todos, sin excepción, realizamos cuando se trata de cumplir un mandato legal (cada cual lo interpreta libremente sin perjuicio de las consecuencias ulteriores). La interpretación es el mecanismo instituido en el sistema jurídico para aplicar las normas, atendido su carácter general y abstracto y la necesidad de singularizar lo que en ellas se dispone.
De aquí surgen dos cosas fundamentales: por una parte, la ley tiene vida y existencia propia (se independiza de sus autores) y evoluciona sin intervención del legislador; por la otra, toda norma debe ser interpretada, ya que sólo por este medio es posible establecer si su sentido está fielmente reflejado en el tenor literal.
La ciencia jurídica ha puesto acento en lo que nosotros llamamos «interpretación formal», que consiste en desentrañar el verdadero significado y alcance de la norma. Esta fase del proceso interpretativo está reglada en el Código Civil (artículos 19 a 24), debiendo recunirse, en primer lugar, al tenor literal de la misma (incluyéndose el significado que debe darse a las palabras empleadas por el legislador), y sólo ante la imposibilidad de alcanzar por este medio una conclusión, a otros elementos también definidos en la ley (histórico lógico y sistemático). Para el evento de que no se logre una solución, se instituye una instancia de clausura que permite al intérprete invocar el espíritu general de la legislación (principios generales del derecho) y, finalmente, como último recurso, la equidad natural. Agotada la fase formal, lo que implica precisar el significado y alcance del mandato normativo (en otras palabras, descubrir lo que la ley manda, prohibe o permite), se inicia una fase de «interpretación sustancial», en la cual el intérprete debe construir una regla particular y concreta (sentencia judicial, resolución administrativa, acto o contrato) que resuelva el caso a que ha sido convocado sobre la base de transmitir a su creación los elementos que extrae de la norma, puesto que de ello dependerá la validez jurídica de su obra. He aquí una de las grandezas del derecho, que permite al intérprete, acatando la ley, generar reglas particulares e incorporar a ellas elementos que actualizan su contenido.
De su capacidad creativa y del respeto a lo ordenado en la norma dependerá la calidad y buen funcionamiento del Estado de Derecho.
Hemos sostenido que el derecho es una creación colectiva en la que interviene toda la comunidad, que se hace y se renueva constante y regularmente, a medida que se aplican las normas vigentes sin traicionar su voluntad, espíritu e intención. Si el intérprete, en ejercicio de una potestad pública (administrativa o jurisdiccional) movido por sus afinidades ideologías simpatías o afecciones, desvía el contenido del mandato legal (a pretexto, por ejemplo, de hacer primar su concepción de la equidad), se transforma en legislador, distorsionando la institucionalidad para imponer indebidamente sus preferencias valóricas. Éste es el peligro de contar con una judicatura ideológicamente comprometida que se siente llamada a conquistar posiciones políticas en desmedro de sus tareas específicas.
No cabe duda de que en los últimos años han surgido focos de politización, como lo reconocen incluso personas próximas al Poder Judicial. Algunos jueces han optado por desvirtuar el proceso interpretativo, creando figuras penales aberrantes (secuestro continuado) o desconociendo instituciones largamente enraizadas en nuestra tradición jurídica (prescripción, amnistía, cosa juzgada). Lo anterior se ha visto respaldado por personeros políticos que califican a los magistrados según el contenido de sus decisiones, condicionando a ello su promoción y ascensos.
El perfeccionamiento de la democracia que tanto se pregona, exige una revisión profunda de estos fenómenos y la introducción de correctivos drásticos para dotar a la judicatura de plena independencia interna, unida al deber y compromiso de los jueces de respetar y hacer respetar las leyes como fuente primordial de sus resoluciones. La instrumentalización de la jurisdicción es un paso definitivo hacia el totalitarismo y la destrucción del Estado Derecho.