Narcisismo y superioridad moral
Un aspecto que no deja de llamar la atención en el último tiempo -y probablemente influido por las protestas- es la recurrente afirmación de que el país se encuentra en crisis, sea ésta de representación política, institucional o en general del modelo. Algo así como si, de la noche a la mañana, el país restara legitimidad al orden institucional en que se desenvuelve a diario.
Esta visión autoflagelante no es nueva. La vimos con gran intensidad a finales de los noventa y sus autores fueron quienes se habían visto sorprendidos por los resultados de las elecciones municipales y parlamentarias de 1997. En efecto, en esa ocasión la Concertación perdió cerca de un millón de votos, hecho que fue leído como un rechazo al modelo implementado hasta ese momento.
Sin advertir los logros que experimentaba el país, la conceptualización fue que lo sucedido era un síntoma de que las cosas andaban mal. Algo así como «la Concertación pierde fuerza electoral, entonces el país está mal». Paradójicamente, sin embargo, la gran mayoría, si no todos los indicadores sociales del país exhibían niveles de mejoramiento superiores a los de décadas pasadas. No obstante, la conclusión fue que las cosas no estaban bien y que en el país existía un malestar generalizado.
Esta suerte de narcisismo político que redunda en actitudes de autocrítica y flagelación parece que hoy vuelve a aparecer, sólo que en esta oportunidad existe una razón más contundente para la difusión de esta actitud: la Concertación perdió el gobierno. Este hecho contribuye a alimentar un diagnóstico de crisis en un conglomerado que por años se ha visto a sí mismo como construido sobre bases morales superiores a las del resto del electorado. Si bien ello puede ser legítimo -después de todo, fueron capaces de organizar una transición exitosa y generar progreso en el país-, la verdad es que cuando la idea de superioridad moral se transforma en una fijación y, por lo tanto, una especie de dependencia emocional, se hace muy difícil comprender por qué se producen determinados cambios, capacidad que es clave en política, puesto que ciertos grupos de electores son cambiantes.
Esta suerte de superioridad moral deriva en otra actitud, la de creer que sólo quienes pertenecen al sector están en condiciones de brindarle al país el progreso necesario: «Las cosas andan mal si no somos nosotros quienes las conducimos». En ese escenario, los sectores ubicados más a la izquierda, esos que nunca aceptaron la forma como se realizó la transición y que se sienten los verdaderos depositarios de la moral, ahora son los que dicen a diario: «perdimos» o «perdieron» el gobierno (según se trate), porque traicionaron los «ideales» que supuestamente fundaron el conglomerado. Es por eso también que cualquier acercamiento con el Gobierno es visto como sospechoso.
La situación se vuelve más crítica cuando se aprecia que la única posibilidad de recuperar el poder descansa en la decisión de una persona: la ex Presidenta Bachelet. Si bien en el último tiempo los anuncios de distintos dirigentes o personalidades del conglomerado parecen restarle dramatismo a esta situación, lo cierto es que mientras Bachelet mantenga su silencio y su posicionamiento en las encuestas sea el actual, la competencia electoral seguirá estando en tela de juicio.
En este contexto, cabría plantear hasta qué punto es soportable la tensión entre autocomplacientes y autoflagelantes. Entre quienes ven con mayor indulgencia lo que se ha hecho versus quienes aplican toda la severidad de la crítica; entre quienes sostienen que los gobiernos que apoyaron fueron exitosos y que, si bien el electorado no supo apreciarlo, ello es el obvio resultado después de 20 años, en oposición a quienes afirman que todo es el resultado de no haber cambiado un modelo que siempre les resultó ajeno.