Más, más, más
No es ninguna novedad la clara tendencia del oficialismo a la expansión del aparato estatal: nuevos ministerios, mayores impuestos, incremento del gasto público, más funcionarios públicos, mayor presencia estatal en el sistema previsional y más leyes para regular la vida social (cabe precisar que esto último aqueja a toda la política chilena).
Esta inclinación revela dos supuestos cuestionables. Primero, que el status quo sería insuficiente para abordar la complejidad social actual. Por eso, mal que mal, se incentiva que haya más de todo lo anteriormente señalado. A su vez, deja entrever que lo existente no funcionaría adecuadamente, pues, de lo contrario, pensaría uno, el énfasis y los esfuerzos estarían en optimizar lo ya establecido y no en expandirlo (salvo, claro, que uno estime que agregando más sobre lo defectuoso se resolverán los defectos existentes).
No deja, por esto, de resultar sorprendente la persistencia con que el gobierno sigue aferrado a la idea de que más Estado es la solución, en circunstancias en que la historia, la realidad y la evidencia se empeñan en reafirmar el camino que conduce a mayores grados de libertad, bienestar, progreso y buen funcionamiento institucional. Esta vía no es sino aquella que privilegia la iniciativa privada y la colaboración entre diversos actores sociales, limitando la acción estatal a ámbitos donde es verdaderamente necesaria y anclado en el principio fundamental de que las comunidades y las organizaciones intermedias pueden, por regla general, resolver más eficientemente los desafíos sociales que se enfrentan.
Por esto cabría preguntarse si existe evidencia concreta que respalde que una mayor intervención estatal resuelve efectivamente los problemas que aquejan a los chilenos (bajo el supuesto de que más Estado es sinónimo de mejor Estado). Solo respondiéndola se podrá entender si dicho afán con que el gobierno orienta sus políticas obedece a criterios técnicos o a mera ceguera ideológica. El costo de esto, por supuesto, no es menor. Puesto que se prioriza la expansión por sobre la optimización, se renuncia al trabajo por hacerlo más eficiente, bien sea reestructurando (o eliminando) programas mal ejecutados o ineficientes, derogando leyes innecesarias, optimizando procesos, reduciendo el gasto público, o bien simplificando los trámites y permisos para llevar a cabo proyectos de inversión.
Uno pensaría que acometer esta tarea (optimizar por sobre expandir) es algo titánico, por cuanto exige recursos, comisiones y diagnósticos. Sin embargo, la realidad es que ese trabajo ya se ha venido trabajando en Chile (y a nivel comparado) desde hace tiempo, por lo que no sería necesario inventar ninguna rueda. Lo titánico sería, más bien, seguir pretendiendo que podemos progresar al alero del exceso de normas, regulaciones y trámites que tenemos.
Por eso, el esfuerzo radicaría, más bien, en cultivar una convicción que se sobreponga a la inmovilización que resulta cuando se constata la complejidad del asunto. De no hacerlo, terminaremos arribando (si es que no lo hemos hecho ya) a la conclusión de que acometer esta tarea es algo borgiano o, por lo bajo, kafkiano. ¿El resultado? Seguir condenados al pantano.
Difícilmente se puede pretender avanzar hacia un ideal de progreso si se desconoce el dinamismo de las sociedades modernas y se asfixia la actividad e iniciativa de los ciudadanos. Esto se traduce, finalmente, en una restricción del pluralismo democrático. De allí que seguir abrazando la expansión de un estatismo indiscriminado (y más aún, después del fracaso del primer proceso constitucional) resulte algo, además de insólito, difícil de sostenerse racionalmente.