Lo que Carrie Bradshaw nos enseñó sobre consumismo
Ella y sus tres amigas, todas solteras, compartían sus vidas y experiencias en temas que por décadas estuvieron capturados por los hombres: carrera profesional, dinero y sexo.
Tema recurrente eran las conversaciones que mantenían, casi siempre en algún café de la ciudad, sobre cómo encontrar al hombre perfecto. Esto le permitía a Carrie tener material suficiente para alimentar su trabajo como columnista en el diario ficticio The New York Star, columna que llevaba el nombre de la serie, pero que además era la versión televisiva del trabajo compilatorio homónimo de la periodista Candace Bushnell.
El fortalecimiento del “sexo débil” y su incursión en el mercado laboral, se ha visto reflejado en series como Sex and the City. Pero este fenómeno viene dándose desde mediados del siglo XX, impulsado -a mi juicio- por tres hitos importantes: la invención de la píldora anticonceptiva, la popularidad que alcanzó la canción “Girls just want to have fun” de Cyndi Lauper y la publicación del libro Sex and the Single Girl, de Helen Gurley Brown, en los años 60.
Bushnell se habría inspirado en este libro para escribir su propia columna y el libro compilatorio que daría vida a la serie de televisión.
La consecución del éxito profesional y financiero de las mujeres se debe principalmente, no solo a “la píldora”, sino a las leyes que posibilitaron su uso en mujeres solteras en la década del 70. Este pequeño artilugio, nacido en el laboratorio Syntex en Estados Unidos, ha sido el responsable de una de las revoluciones socioeconómicas más importantes que ocurrieron a mediados del siglo XX.
Aunque el ingreso de la mujer al mercado laboral trajo aparejado otros problemas como disminución de los salarios reales, mayor competencia laboral, surgimiento de nuevos trastornos mentales asociados al estrés, postergación de la maternidad, entre otros; también hizo posible que las mujeres fueran las principales responsables de las decisiones de consumo, tanto si estuvieran casadas como si no.
Siendo una mujer soltera en sus treintas, no parecía tener necesidad de contar con un marido que le proveyera lo necesario para mantener su estilo de vida. Eso sí, los televidentes se cuestionaban cómo ese trabajo freelance podía permitirle vivir en el Upper East Side de Manhattan y vestirse todos los días con un atuendo de diseñador distinto.
Todo lo anterior, sin contar la cantidad de accesorios que poseía en su clóset, como los zapatos de Manolo Blahnik o Jimmy Choo y las carteras Dior o Fendi que pueden costar varios millones de pesos.
Se ha estimado que nuestra primera influencer televisiva, para poder costear su estilo de vida, habría estado debiendo un poco más de 4 millones de pesos al mes y, hacia el final de las seis temporadas, su deuda ascendería a $1,2 millones de dólares; unos $1.128 millones de pesos.
Su condición crediticia no pasó desapercibida para el objeto de su obsesión, el millonario John Preston (Mr. Big), quien rehusaba el compromiso con Carrie precisamente por su estatus de impostora. A pesar de llevar un estilo de vida lujoso, no lo conseguía necesariamente porque sus ingresos se lo permitieran, sino por su alto nivel de endeudamiento.
Si algo aprendimos del afán que Carrie tenía por el individualismo y la independencia financiera que la llevó al consumismo desenfrenado, es que este estilo de vida no logró sustituir la idea de formar una familia.
Carrie todavía soñaba pasar su vida casada con el hombre que amaba, no por pura dependencia económica sino por la necesidad afectiva de contar con alguien idóneo para compartir los días, tal como sucede con las mujeres en nuestros días.