No es lugar para débiles
En Sin lugar para los débiles, la célebre novela escrita por Cormac McCarthy y llevada al cine de manera magistral por los hermanos Coen, se relata el sanguinario periplo de un veterano de la guerra de Vietnam, quien, luego de encontrarse con un maletín lleno de dinero producto de una fallida transa de drogas, debe huir, por una parte, de miembros del cartel y, por otra, de un despiadado psicópata obsesionado por encontrarlo y recuperar tan preciado botín. En este escenario, un nostálgico sheriff intenta proteger al veterano y salvarlo de quienes lo persiguen, mientras ve cómo el mundo frente a él se va desdibujando por la violencia.
Siendo este el eje que estructura el relato, tanto la novela de McCarthy cómo la versión de los Coen hace uso de esa historia como punto de partida para ofrecer una descarnada y visceral panorámica de lo que acontece en aquellos lugares, sitios y paisajes en donde la ley entra en suspenso. Una puesta en pausa que no es meramente simbólica, sino también fáctica, haciendo posible que prolifere una espiral de violencia, horror e inmoralidad en tanto expresión de todo aquello que podemos llamar abyecto.
En Chile, de un momento a esta parte, con el aumento en los niveles de inseguridad que se pudo visualizar recientemente en los resultados de la Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana (ENSUC) o, por ejemplo, con el crecimiento de los homicidios en el denominado “Primer Informe Nacional de Homicidios Consumados”, da la impresión de que estas cifras e indicadores fueran, únicamente, abstracciones objetivantes como cualquier otro fenómeno. El Estado, no cabe duda, requiere datos para visualizar los problemas y, a partir de ahí, tomar decisiones y proponer proyectos.
El problema está, sin embargo, circunscrito a cómo esas cuantificaciones reflejan algo aún más siniestro y brutal: que estamos ad portas de vivir en el suspenso de la ley. En un interregno. En el eventual acabamiento del orden y la rápida consumación de lo barbárico. En ese sentido, no hace falta describir la brutalidad de los hechos delictuales que se han tomado la agenda en las últimas semanas, lo que –como se ha podido apreciar– ha conducido a que algunas calles y barrios se tiñan de rojo. La muerte, en su condición abyecta y salvaje, ha devenido parte de una cotidianidad infranqueable.
Frente a esto, por cierto, no hay soluciones rápidas y cortoplacistas. Desafortunadamente, pareciera imperar a ratos en el debate público –a veces excesivamente largos– la idea de que más leyes penales son garantía y sinónimo de una reducción sistemática de delitos, en circunstancias de que ello no es así. ¿Contribuyen a frenar su avance? No a cualquier precio, pues solo en la medida en que dichas normas sean debidamente razonadas y analizadas podrá esgrimirse su pertinencia. No obstante, el fenómeno que nos aqueja extiende sus raíces más allá de lo normativo, ya que alcanza dimensiones culturales y sociales mucho más complejas de tratar (basta remitirse a la progresiva hegemonía de la narcocultura), y cuyo encauzamiento supone una reflexión más profunda en torno a cuáles son los valores y principios bajo los cuales ha de orientarse el desarrollo y crecimiento de la vida social tanto presente como futura.
La pregunta, entonces, que debemos hacernos es: ¿estamos preparados para habitar un lugar que no es para débiles?