Piñera o el triunfo de la democracia
Las muertes trágicas solo pueden acrecentar la figura de aquellos cuya vida ha sido significativa. Eso es lo que sucede con el caso del Presidente Piñera: su muerte acelera, pero no provoca, la revalorización de su persona y su legado. Independiente de las circunstancias en que ella ha ocurrido, esta revalorización igualmente habría tenido lugar, como lo anticipaban ya ciertas encuestas.
Y la razón de ello no estriba únicamente en que Piñera haya sido el político de derechas más importante de los últimos cincuenta años. Después de todo, la “importancia” es relativa y, como prueba la historia, el hecho de que alguien haya sido dos o incluso más veces Presidente puede revelarse, con el correr del tiempo, como un error o un infortunio histórico. Y precisamente eso nos intentaron hacer creer, por lo demás, sus enemigos casi nada más comenzar su segundo mandato. Pero paradójicamente son esos enemigos los que explican la rehabilitación de la figura del expresidente Piñera.
Esos enemigos, que lo tacharon invariablemente de oportunista, aprovechado y desleal y que durante el “estallido social” intentaron derrocarlo por varios medios; esos enemigos, que necesitaban creer que Piñera no podía ser sino un dictador; que mostraron su verdadera cara durante el delirio octubrista, cohonestando la violencia y rindiendo honores a la “primera línea”; esos enemigos le ofrecieron la oportunidad de demostrar su inquebrantable convicción democrática.
Seguramente pueden formularse muchas críticas al modo en que Piñera manejó la crisis del 2019. Quizás, una vez cometidos ciertos errores —como la desafortunada frase del enemigo poderoso, que los mal intencionados y los poco inteligentes interpretan como una declaración de guerra al pueblo— era imposible restablecer el orden público sin un baño de sangre. La democracia no es incompatible con el uso de la fuerza, pero solo si el grueso de las fuerzas políticas son leales al orden institucional. Por eso solo cabe especular acerca de lo que habría sucedido si Piñera hubiera intentado restablecer el orden público manu militari: ¿cómo y cuánto habría tardado en reanudarse el diálogo democrático? ¿Cuán gravosa y duradera habría sido la hipoteca sobre el futuro de la derecha? ¿Y cuál el efecto sobre la legitimidad del modelo político y económico?
En ese dificilísimo contexto, el Presidente Piñera decidió atenerse al principio último de la democracia: la voluntad popular. Esta decisión fue vista por algunos como una muestra de cobardía: Piñera había decidido salvarse a sí mismo en lugar de salvar al país. Los estadistas —recordó alguien, citando a Maquiavelo— son quienes están dispuestos a perder su alma para salvar el Estado. Sin embargo, cabría preguntarse cómo y cuándo puede tener aplicación esa máxima en una democracia liberal. La principal ventaja de la democracia es que establece las condiciones para que sus ciudadanos tengan la oportunidad de identificarse con el devenir político del país, otorgándoles el poder de decisión de lo que en él sucede. El que las democracias se pierdan o se salven depende, por tanto, finalmente de ellos.
Obviamente, Piñera no tenía cómo saber qué iba a resultar de su decisión. No tenía cómo saber que iba a pasar lo que finalmente sucedió: que se iba a agotar el entusiasmo por el delirio octubrista; que la Convención se iba a autodestruir por obstinarse en ese delirio; que la gente se iba a hastiar de la discusión constitucional, que nos quedaríamos con (casi) la misma Constitución y que, dado el deterioro político, económico y social, la ciudadanía iba a empezar a añorar los “treinta años”, que él mismo intentó extemporánea (e ingenuamente) resucitar al principio de su segundo gobierno.
Pero aunque no podía saber todo eso, el Presidente Piñera sí sabía una cosa: cualquiera que fuera, el resultado debía reflejar la voluntad democrática. En su decisión de dar una oportunidad a la democracia en su hora más crítica, estriba la causa última del engrandecimiento de su figura. Esa decisión es un mentís de la convicción enfermiza que tenían sus adversarios —pues él no creía que en la democracia hubiera realmente “enemigos”— de que ellos tenían, por una razón insondable, el monopolio de la convicción y de la legitimidad democrática. A causa de esa decisión, esos adversarios —los demócratas de última hora, los advenedizos a la vida política democrática— no tienen más remedio que reconocerlo hoy como el demócrata cabal que siempre fue.