Crisis de las Isapres
En la discusión sobre el posible colapso de las isapres, ha habido dos tipos de preguntas rodeando el debate. Una, ¿por qué no ha habido mayor respaldo público hacia políticas que previenen el colapso por parte de los más de 3 millones de usuarios de isapres? Dos: ¿Por qué no se ha actuado transversalmente y con decisión, dada la evidencia presentada y el daño que el colapso ocasionaría al sistema de salud como un todo?
Sobre lo primero, ya en “La Gaya Ciencia” Nietzsche constataba que los seres humanos ocasionalmente experimentan “el placer malicioso ante la mala fortuna de los otros”. Y antes que él, Aristóteles hablaba de epichairekakia, como el placer obtenido por las “malas cosas”. Si bien para Nietzsche ese placer descansaba en la envidia, Aristóteles (y otros después de él, como el psicólogo Melvin Lerner) concebían que el placer se asociaba más bien a un cierto sentido de justicia, en tanto quienes son objeto de la mala fortuna lo son en un contexto de bienestar inmerecido.
La poca credibilidad de las isapres (Pulso Ciudadano ponía en 70% aquellos que tenían poca o nada de confianza en las isapres hacia mayo) podría relacionarse con una percepción de que su bienestar no cuenta con justificación moral, y por tanto, la perspectiva de su desgracia es placentera porque opera en un marco de resentimiento (entendido como la emoción de haber sido tratado injustamente).
Sin embargo, parece ser de consenso que el colapso de las isapres implicaría un daño enorme al sistema de salud como un todo. Y acá la evidencia es robusta. Pero algo que a veces se olvida es que la evidencia opera en una estructura epistémica muy compleja, donde los individuos ya contienen toda una serie de creencias respecto de cómo opera el mundo. Por ende, esta evidencia debe hacer frente a otro tipo de condiciones: prejuicios, creencias irracionales, y, particularmente, credibilidad. En este sentido, es difícil respaldar la evidencia cuando a priori se tienen dudas sobre la veracidad de lo que se informa, y por eso no ha sido raro escuchar que las isapres “están exagerando”, o están “pidiendo ayuda innecesaria”, o están “engañando a la gente”.
Si se sigue a Harsanyi o Kahneman, en ciertas interacciones entre agentes es posible llegar a resultados sub-óptimos cuando se perciben intercambios injustos. Y no es del todo exagerado decir que, para una porción de personas –aún con toda la evidencia presentada– el colapso está envuelto en un deseo (a largo plazo) de justicia retributiva.
Ya es tarde, por cierto, para un diagnóstico acabado de cómo y por qué las isapres perdieron la confianza (algo que, en todo caso, no es difícil de imaginar). Lo que es urgente es evitar su caída, pero hacerlo incorporando factores que restauren un sentido de legitimidad y merecimiento frente a quienes serán sus usuarios.