Será la emoción, no el texto
Conversar es convivir en el dominio del lenguaje. Por eso, cuando no sabemos conversar, convivimos mal. ¿Qué significa saber conversar? De partida, aceptar que las percepciones de cada quien sobre la realidad, generalmente diferentes, son igualmente legítimas: la realidad es una percepción del observador que este contrasta con otros en el diálogo.
¿Es malo tener percepciones distintas? No; lo malo es no saber convivir con ellas, es decir, no poder conversar sobre ellas sin agredirnos.
Solemos pensar que si hay disenso habrá conflicto, y que la armonía solo es posible en el consenso. El consenso es ideal, pero como tal, utópico; el disenso es paralizador si no somos capaces de vivirlo naturalmente.
Uno de los errores habituales cuando hay disenso es pretender un “acuerdo” que ojalá se logre —por supuesto— en torno al propio punto de vista. En este proceso quienes dialogan tienden a negarse mutuamente sus legítimas percepciones, y aunque se declare un “acuerdo” momentáneo, el disenso vuelve a aflorar en cuanto cambia el contexto. ¿Qué hacer?
En lugar de pretender un acuerdo negociado basado en transacciones que traicionan nuestras percepciones, se pueden alcanzar “consentimientos” a partir de la aceptación de la legítima percepción del otro. En el consentimiento no tengo por qué estar de acuerdo con lo que se me propone (no es un consenso), sino aceptar que si bien la propuesta no me resulta satisfactoria, “puedo vivir con ella” en el autorrespeto. El “acuerdo forzado” obliga a traicionarse de algún modo; el consentimiento es un acto voluntario de entrega, cuyo límite es el autorrespeto.
La conservación de los espacios de consentimiento entre actores asume una regla fundamental de honestidad: en el momento en que algo sobre lo cual consentí se transforma en disenso —lo cual es legítimo— mi obligación es declararlo y buscar un nuevo consentimiento.
Esto es exactamente lo que consiguió la Comisión Experta en el proceso constitucional: consentir, mientras que el Consejo Constitucional retrotrajo la conversación a posturas intransables de disenso permanente, alterando la convivencia. ¿Por qué esta diferencia?
Los expertos tuvieron la sabiduría de comprender que —como decía Maturana— la emoción define un dominio de posibilidades de acción. Bajo una emoción de rabia y descalificación, el dominio se estrecha; bajo una de respeto y aceptación, se amplía.
El resultado del proceso constituyente no dependerá finalmente de un texto; será fructífero en la medida en que se habiliten en la sociedad emociones de calma, cercanía y esperanza, que solo son posibles de alcanzar en el consentimiento, en la aceptación de la legitimidad del otro, en la demostración de que podemos convivir conversando.