Las trampas del justo precio
«El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”. Así reza un antiguo refrán que nos recuerda que las personas deben ser juzgadas, no por la nobleza de los fines que persiguen, sino por los efectos que se siguen de la consecución de tales fines. Es decir, hay que sopesar lo que en efecto han hecho, no lo que querían hacer.
El problema es que a veces la conexión entre ambas cosas -lo que se pretende y lo que efectivamente se hace- no es evidente. La economía, por ejemplo, está plagada de complejidades de este tipo y por eso no es de extrañar que su historia esté repleta de casos en que una autoridad, pretendiendo alcanzar un cierto resultado, haya propiciado sin embargo el resultado exactamente opuesto: que en lugar de favorecer a los desaventajados los haya perjudicado, que en lugar de enriquecer a su país lo haya empobrecido, que en lugar de poner atajo a los grupos de interés, los haya fortalecido, que en lugar de dar vitalidad a la economía la haya debilitado, etcétera.
Dada estas dificultades, sería de esperar que las autoridades tuvieran la perspicacia suficiente para tratar los asuntos económicos con al menos cierto grado de sutileza. Eso al menos podría ahorrarles el sinsabor de no adoptar medidas que fueran directamente en contra de aquello que dicen perseguir.
Toda esta reflexión viene a cuento a propósito de las iniciativas económicas del actual Gobierno, que invirtió una fortuna en sus esfuerzos por abaratar el gas con balones que cuestan un ojo de la cara; que encarece la contratación de trabajadores con el objeto de beneficiarlos; que resta competitividad al país con sus planes para industrializarlo; y que, así como van las cosas, en su afán por reducir la desigualdad, la terminará aumentando. No puede descartarse que el día de mañana pretendan combatir la inflación con fijaciones de precios.
Obviamente, medidas como las señaladas obedecen a una concepción, en el mejor de los casos, ingenua del mercado. El que los «precios justos» del Gobierno sean precios exorbitantes, pagados por todos los contribuyentes, se debe, precisamente, a esa concepción del mercado, según la cual la libre competencia es beneficiosa sólo para unos pocos y perjudicial para la gran mayoría.
Es evidente que, si existe, el precio justo no es ni puede ser el que pretende el Gobierno, como sea que se lo quiera medir. Y no puede serlo por la sencilla razón de que es más caro que el precio de mercado. De hecho, si el esfuerzo del Ejecutivo prueba algo, es que probablemente el justo precio es el precio de mercado.
Ante este escenario, la pregunta es, entonces ¿cómo creen los personeros de gobierno que los juzgará la posteridad? ¿Por sus intenciones o por lo que efectivamente hicieron?
Normalmente, nadie se identifica con las consecuencias indeseables de las propias acciones. “Esto no es lo que yo quería”, piensa aquel que desencadena efectos perniciosos que no se encontraban en su intención original. En tal caso, una persona tiene, al menos, dos posibilidades: o concluir que no puso los medios que eran necesarios para la eficacia de su acción (por ejemplo, que se trataba no sólo de imprimir más dinero, sino, además, de fijar precios), o concluir que partía de un diagnóstico erróneo.
Sabemos que las personas (y los países) pueden hundirse profundamente en la primera alternativa antes de rectificar. Pero si el refrán inicial es cierto, no hay escala de valores ni principios lo suficientemente altos como para eximirlas de lo que efectivamente hacen.