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UDD en la Prensa

Estado social y principio de subsidiariedad

 Julio Alvear Téllez
Julio Alvear Téllez Director de Investigación Facultad de Derecho

¿Es contrario el Estado social al principio de subsidiariedad? Depende cómo se entiendan ambos términos. Hace no mucho, un conocido político de centro derecha se autocalificaba de “socialdemócrata”, pues, según entendía, “Estado social” era lo mismo que “socialdemocracia” (como si Willy Brandt y no Konrad Adenauer hubiera sido el propulsor del “milagro alemán”). Grave error histórico, pero también conceptual.

Del otro lado, hay quienes detestan el principio de subsidiariedad, porque, en mayor o menor medida, creen que es un invento del general Pinochet. Y extremando la caricatura, se imaginan que con la solidaridad se defiende la idea de un Estado paralítico. Subsidiariedad (del latín subsidium) sería lo opuesto a solidaridad (del latín solidus), lo que es falso, como erróneo es que a través de este principio se propugne, sin más, un Estado parapléjico.

Cuando en la Unión Europea se recoge el principio de subsidiariedad, si bien que en una noción puramente funcional, se quiere expresar que en el ejercicio de sus competencias hay una relación de complemento y de suplencia respecto de la actividad propia de los Estados. El Tratado de la Unión dice así: “En virtud del principio de subsidiariedad, en los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, la Unión intervendrá solo en caso de que, y en la medida en que los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros, ni a nivel central ni a nivel regional y local, sino que puedan alcanzarse mejor, debido a la dimensión o a los efectos de la acción pretendida, a escala de la Unión” (art.5.3).

Si se reproduce este esquema a las relaciones entre el Estado y la sociedad, se puede observar la proyección de una lógica análoga. Hay funciones del Estado que son indelegables (como la propia función de gobierno), pero hay otras muchas que pertenecen nativamente a la sociedad, que se organiza para cumplir sus propios fines. Entre esas funciones sociales se encuentra la educación, la provisión de viviendas, de salud, etc., una gran parte de lo que llamamos derechos sociales.

En la materia, el principio de subsidiariedad exige que los derechos sociales sean proveídos por los propios cuerpos e instancias asociativas en sus distintos niveles, en condiciones de accesibilidad y calidad suficientes. Y es que, como miembros del todo, los cuerpos asociativos tienen la ineludible obligación de hacer por propia iniciativa en favor del bien común cuanto sus fuerzas le permitan. Es en esta lógica, y no en la atomización individualista, que se comprende el deber estatal de no injerencia, que es la faceta pasiva de la subsidiariedad.

Pero la subsidiariedad también tiene una faceta activa, de donde precisamente le viene el nombre (subsidium). Si las instancias societarias no logran la provisión suficiente de los derechos sociales, entonces el Estado tiene del deber de intervenir. Primero, a través de organismos o políticas públicas que permitan completar directamente la actividad asociativa, o más indirectamente, fomenten las condiciones para que estas puedan alcanzar mejores resultados. Si aún con ello, no se logran satisfacer adecuadamente los derechos sociales, el Estado tiene el deber de garantizarlos, incluso a través de prestaciones directas.

El arco que va de la “no intervención” a la “prestación directa”, es, como se ve, múltiple y flexible, y, por cierto, imposible de abordarlo aquí, aún de manera somera.

Sin embargo, hay modelos y modelos de Estado social. El “Estado providencia” del modelo socialista sueco —existente hasta la crisis de inicios de los años 90— era incompatible con el principio de subsidiariedad. El modelo alemán, en cambio, comportó espacios enormes para la subsidiariedad: el “bienestar para todos”, de Ludwig Erhard, se realizó con la colaboración de los cuerpos intermedios.

En el presente, para hablar de Estado social con un mínimo de realismo se requieren al menos cuatro cosas: financiamiento suficiente, políticas públicas adecuadas, gestión razonable y eficiente de los recursos, inversión en desarrollo (piénsese en el programa “Yozma” israelí o en la industria automotriz alemana).

Sin crecimiento económico, el Estado social se vuelve una quimera, pues no es expoliando a las clases medias donde el Estado se vuelve “social”. Será, en todo caso, un Estado salteador.