Educación en Chile: una tragedia
Como si fuera el prólogo de una tragedia griega que recién comenzaba, en el año 2006 en nuestro país se produjeron las primeras movilizaciones estudiantiles a escala nacional, siendo el paro nacional de estudiantes del 30 de mayo de ese año un hito por su masividad. Desde entonces, han seguido nuevas marchas y nuevas demandas, ya que a la derogación de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) y la ampliación del uso del pase escolar que motivaron los primeros movimientos, con el tiempo se fueron agregando, entre otras cosas, el mejoramiento de infraestructura en los establecimientos, una “educación gratuita y de calidad” y el “fin al lucro”.
Primer acto. Junto con el aumento en las demandas y la extensión de las movilizaciones tanto en términos geográficos como en cuanto a los actores involucrados, se incrementó también la violencia. Lo que se inició con las tomas del Liceo de Aplicación y del Instituto Nacional terminó abarcando a casi medio millón de estudiantes, tanto en Santiago como en otras ciudades del país. En consecuencia, cientos de estudiantes dejaron de asistir a clases voluntariamente, pero fueron miles los que no tuvieron otra opción más que quedarse en sus casas producto de la violenta medida tomada por algunos de sus propios compañeros.
Segundo acto. Estos primeros movimientos masivos llevaron a la entonces Presidenta Bachelet a emplazarlos a dialogar con demandas sobre la mesa y a rostro descubierto. Esto porque a esos primeros “pingüinos” que daban la cara, se fueron sumando los “encapuchados”. Y, recientemente, entraron también en escena los “overoles blancos”. En otras palabras, la búsqueda de diálogo cara a cara se transmutó en una violencia inusitada, anónima y cobarde. Y, lamentablemente, casi siempre impune. Bachelet anunció entonces una “Reforma de Calidad a la Educación” que acogía parcialmente las demandas de los estudiantes, debido a la imposibilidad de financiar todas ellas. Ello derivaría, evidentemente, en el concepto que pronto se pondría de moda: “insuficiente”.
Tercer acto. Ya han pasado casi diecisiete años desde esas primeras movilizaciones estudiantiles, esto es, prácticamente lo que toma una generación en completar sus estudios escolares y universitarios. Y durante todo este tiempo solo hemos sido testigos de más violencia y más destrucción. En estos largos diecisiete años se habría esperado que un rector universitario, más que marchar por las calles, se hubiese abocado a proponer soluciones a los múltiples problemas que presenta nuestro sistema educativo: sus facultades de Educación lo requieren. Se habría esperado que un ministro de Educación más que proponer “sacarles los patines” a los colegios exitosos para emparejar la cancha, hubiese trabajado en darles patines a los menos afortunados: su cargo es clave. También se habría esperado que los parlamentarios, más que darse “gustitos” políticos con interpelaciones y destitución de ministros de educación, hubiesen contribuido con debates serios y con las reformas necesarias para mejorar la educación de todos los niños y niñas del país: se supone que eso es parte de su labor. Se habría esperado que el Colegio de Profesores durante los años de pandemia hubiese puesto la presencialidad de los escolares como su primera prioridad: se supone que la docencia es su vocación. Se habría esperado que los padres hicieran todo lo posible para evitar la deserción escolar: algunos celebraron a sus retoños revolucionarios, pero la mayoría llora impotente ante la destrucción de escuelas, colegios y liceos.
Mientras no comprendamos que la educación de las próximas generaciones debe ser la primera prioridad del país, y que por ello es imprescindible una visión de Estado que logre acuerdos transversales para definir políticas de corto, mediano y especialmente largo plazo, seguiremos nadando en el vacío y, lo más lamentable, en el autoconvencimiento de que estamos avanzando. Sin una buena educación, en el futuro no tendremos mejores ciudadanos, mejores médicos, mejores técnicos, mejores parlamentarios, mejores autoridades, mejores carabineros, mejores profesores. Ya no estamos para medidas de parche o para caprichos propios, porque ya no podemos volver a perder otros diecisiete años. Y, como al final de las tragedias griegas en la que el héroe caído reconoce su error y recibe su castigo, los resultados obtenidos por la educación pública en la prueba PAES revelan años de errores, mezquindad e infantilismo. El problema es que ese héroe caído es un niño.