Grafitis, ciudad y democracia
La lamentable noticia de que los recientes esfuerzos hechos en Valparaíso para borrar algunos grafitis duraron escasas horas, indigna, pero no sorprende. Esta tarea de limpieza ha significado desembolsos de millones de dólares en muchas ciudades del mundo, recursos que no solo son insuficientes, dada la vertiginosa multiplicación de estos rayados urbanos, sino también porque ese esfuerzo gatilla a su vez una de las motivaciones del grafitero: el desafío a la autoridad, el vandalismo y la adrenalina de la ilegalidad.
La degradación que estas prácticas imprimen a un barrio y a una ciudad ha sido explicada hace ya varias décadas con la teoría de las “ventanas rotas” de Wilson y Kelling (Broken Windows, 1982), que señala que cuando no se repara a tiempo un vidrio roto de una ventana, pronto los demás vidrios correrán la misma suerte, pues la falta de cuidado se interpreta como que en ese lugar no impera la ley y a nadie importa lo que allí ocurra.
Si bien esta teoría acierta al sostener que la destrucción llama a la destrucción, es evidente que queda corta con la realidad actual. En efecto, los tags y grafitis en las ciudades contemporáneas han dejado de limitarse a sectores marginales y en estado de abandono, para desafiar muros, monumentos y fachadas de alta visibilidad, ojalá en sectores emblemáticos de la ciudad. Desafortunadamente, muchas de nuestras ciudades son víctimas de este fenómeno, siendo el centro de Santiago el más triste de los ejemplos.
Lo preocupante es que ya no se trata solo de deteriorar la ciudad, y de paso la vida de los vecinos, sino que el implacable avance de los grafitis y la inefectividad de las autoridades para enfrentarlos empiezan a ser reflejo de la degradación del orden democrático. Esto porque revelan que algunas bandas e individuos que no respetan ni a las autoridades ni a las leyes, y menos el patrimonio histórico de la ciudad, están ganando la batalla. El hecho de que esto ocurra a escasas cuadras de nuestro palacio de gobierno constituye una derrota simbólica.
La mala noticia es que el problema, por ser muy complejo, es también de difícil solución. No basta con aumentar las penas para este tipo de delitos, en parte porque es difícil hallarlos en flagrancia y, por lo tanto, normalmente quedan en letra muerta. De hecho, las penas pueden llegar a ser elevadas y, pese a ello, el problema persiste. En algunos países europeos, como Francia, Alemania o Bélgica, las penas pueden alcanzar de dos hasta veinte años de presidio, dependiendo del tipo de daños (Mejía y Ortega, 2019), a los que se agregan multas y trabajos comunitarios. En Latinoamérica, un país con una gran riqueza patrimonial como Perú, sanciona con hasta ocho años de prisión este tipo de delitos. En nuestro país, salvo casos puntuales como el brutal daño realizado por dos delincuentes en la cúpula del palacio de Bellas Artes, la mayor parte de los grafiteros queda en el anonimato y sin recibir sanción alguna.
Además, pese a que en algunos municipios se ha intentado restringir el rayado a través de la entrega de algunos muros para ello, estos solo son ocupados por artistas callejeros —Street Art—, pero no por autores de grafitis y tags, interesados en los espacios ilegales y ojalá de difícil acceso.
Al respecto, tampoco ayuda el hecho de que existe un cierto doble estándar desde el momento en que hay algunas pinturas de muros urbanos que toleramos e incluso celebramos, como las que se ven en ciertos barrios de Valparaíso, del Callao y en muchas otras ciudades del mundo y que incluso se han transformado en atractivo turístico, mientras otras tienen menos aceptación. El problema es que en ocasiones la línea divisoria entre unas y otras se hace difusa, en especial si la obra tiene poco valor artístico, pero contiene un mensaje valorado por determinados sectores de la sociedad.
Sin embargo, en una democracia es la ciudadanía, a través de sus distintas instituciones, la que decide acerca de su ciudad y sus barrios. Y no un individuo o un grupo en particular. Tampoco la desidia, la inacción o el comprensible abatimiento de las autoridades.
Lo que a todas luces es tan urgente como necesario es evitar que los espacios urbanos y los monumentos patrimoniales sigan siendo presa del vandalismo.