Una Constitución ecocéntrica
Cada cierto tiempo surgen en nuestro país algunos iluminados que buscan imponernos su propia concepción del orden. Ya en 1823 se prohibieron las corridas de toros y las peleas de gallo, porque “el trato dado a los animales en estos espectáculos atentaba contra la ilustración y la cultura, propias de costumbres civilizadas”.
Lo relevante de esta abolición, más allá del trato a los animales, es que encuentra su fundamento en lo civilizado o incivilizado de un acto. Digamos bien por los animales. Pero mal por todos los que, de un segundo para otro, se transformaron en seres incultos o incivilizados porque disfrutaban de aquello que los gobernantes de la época consideraron superfluo e indigno.
Han pasado 200 años, y nos vemos enfrentados a un dilema semejante. Se critica el modelo económico, entre otras cosas, porque se considera que nos hace poner al ser humano en el centro de todo, y que por lo tanto la naturaleza quedaría relegada completamente a un segundo plano, a nuestro servicio y disposición. Así, algunos constituyentes han empezado a hablar de la necesidad de tener una Constitución ecocéntrica y de impulsar un modelo de decrecimiento económico.
Las palabras constituyen realidades, por lo que no es casual que la comisión que deberá proponer el sistema económico se llame “Medio Ambiente, Derechos de la Naturaleza, Bienes Naturales Comunes y Modelo Económico”. Si, en ese mismo orden.
Ya el nombre de la Comisión nos muestra el camino por el cual va encaminada la Convención. Un camino políticamente correcto (¿alguien puede pensar que no hay que cuidar, proteger, preservar y renovar el medio ambiente?), pero peligroso, en cuanto invierte el orden que hasta hoy hemos conocido, subordinando la libertad humana a los derechos que se pretende dar a la naturaleza.
Esto significaría retroceder al menos un par de décadas. Imaginemos algunos ejemplos. Si la naturaleza tuviera derechos, entonces sería correcto que un multimillonario crie animales exóticos en su casa, pero que quienes trabajen para él mueran de hambre. También sería correcto que una comunidad proteja un espacio determinado, incluso si algunos de sus miembros no tienen vivienda. Y sería correcto que dejemos correr una cascada, aun si hay una persona que muere de sed.
La humanidad ha avanzado gracias a que entendimos que todos los seres humanos somos iguales, y a que aprendimos a respetar la libertad de cada uno. No solo abolimos la esclavitud y dejamos de perseguir a quienes pensaban distinto, también aceptamos que nuestros derechos implican deberes, y que todos puedan emprender en lo que deseen y adquirir lo que les guste. Esto se llama libertad económica. Todo esto se puede hoy, porque aprendimos a que la autoridad no puede determinarnos el rumbo, sino que debe respetar nuestra autonomía y ayudarnos a vivir en comunidad, porque es ella la que está al servicio de las personas y no al revés. El problema es que a veces olvidamos lo frágil que es el consenso humano y que, por lo tanto, es fundamental que la Constitución limite el poder del Estado y proteja la libertad humana, por sobre todas las cosas.
Tener una Constitución ecocéntrica es posible, aunque no sea una buena idea. No obstante, los ciudadanos debemos saber que ello no es gratis y que pagaremos con la limitación de un modelo económico que ha ayudado a disminuir la pobreza y que garantiza la libertad económica. También debemos comprender que si esta queda subordinada a cosas más allá del bien común, la función social, y nuestros derechos esenciales, entonces siempre habrá una excusa para que quien esté en una posición de poder político nos imponga su opinión y su concepción de que es lo correcto, en base a que nuestra conducta es incivilizada o a que nuestros deseos son superfluos, como lo hizo O’Higgins en su época.
Por eso, es importante recordar que existe un camino intermedio, esto es, mantener la supremacía de la persona humana en la Constitución y regular por vía legal todos aquellos aspectos que pongan en peligro la vida, la supervivencia y la libertad.