Libertad de enseñanza en la nueva Constitución
El texto firmado por el rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, y una serie de colegas suyos, “El derecho a la educación en una nueva Constitución” (1 de septiembre), contiene una serie de confusiones conceptuales en las que fundamenta una propuesta colectivista y estatista de educación superior que atenta contra la libertad y el pluralismo propio de una sociedad moderna, abierta y democrática.
Dos son las confusiones más importantes. La primera es asimilar lo público a lo estatal. En base a esto, el texto define la educación pública como “aquella provista y gestionada en sus decisiones fundamentales bajo responsabilidad del Estado”. Sin embargo, lo público es mucho más amplio que lo estatal; es aquello que nos concierne a todos y en una sociedad libre incluye, a diferencia de las sociedades de sesgo totalitario, una multiplicidad de actores de la sociedad civil y del mundo del emprendimiento que complementan el accionar estatal. ¿Alguien pondría en duda el carácter público de universidades tales como la Católica, la de Concepción o la Austral, por nombrar algunas? ¿Alguien podría desconocer el tremendo aporte al bien común que han hecho las universidades privadas fundadas en los últimos 40 años, con los cientos de miles de profesionales que han formado?
La segunda confusión es aún más grave y contrapone los derechos humanos a lo que despectivamente se denomina como “intereses individuales”. Frente a estos, el texto levanta “lo público y lo colectivo”, es decir, el Estado en la perspectiva de los autores, como adalid del bien común y los derechos humanos. Esta es una veta de pensamiento que proviene de la contraposición propuesta por Rousseau, y adoptada con entusiasmo por Robespierre y sus jacobinos, que condena las voluntades y los intereses individuales por ser esencialmente egoístas y corruptos. Frente a ellos, se alza una “voluntad general” siempre virtuosa —Rousseau decía que “la virtud no es más que la conformidad de la voluntad particular a la general”—, establecida por la élite política de turno y a la cual deben someterse para servir al “bien común”.
Sin embargo, los derechos humanos tratan justamente de lo contrario, a saber, de la protección de los derechos inalienables de las personas ante los Estados, a fin de que puedan vivir sus vidas con libertad y no ser pasadas a llevar por quienes quieren imponerles formas de vida que no desean. Por ello, los derechos humanos son considerados anteriores a cualquier forma de gobierno, la que para ser legítima debe constituirse para garantizarlos y no para conculcarlos.
Es por ello fundamental que una nueva Constitución subordine el afán de control estatista y colectivista a las opciones de vida libremente elegidas por los ciudadanos y sus comunidades civiles y no al revés, como se infiere claramente del texto del rector.
En materia educacional, ello supone una amplia libertad de elección y una gran variedad de proyectos educativos al servicio de las personas. Es lo que ocurre hoy en nuestro país, donde conviven universidades muy diversas, que permiten a las personas elegir de acuerdo con sus preferencias personales. Las regulaciones públicas deben, por tanto, asegurar esa libertad y poner a disposición de los estudiantes, con independencia de sus opciones educativas y en igualdad de condiciones, el financiamiento público que se estime adecuado para hacer que la educación, a cualquier nivel de que se trate, sea accesible para el mayor número posible de chilenos.
Es fundamental, a mi juicio, que, en materia de educación, haya libertad para que las familias y los estudiantes puedan elegir qué carreras quieren estudiar, pero más importante aún, en qué instituciones quieren hacerlo. Suponer que aun el más bien intencionado de los funcionarios estatales sabe mejor qué conviene a un estudiante es un error que solo puede conducir a reducir la libertad de los jóvenes chilenos. Si un postulante opta por una universidad estatal, solo debe hacerlo porque es su elección, no porque el Estado lo empuja a hacerlo.