La nueva Constitución en la sociedad del conocimiento
El momento que vivimos en Chile con el inicio del proceso constituyente es un tiempo que no se agota en un plazo, en un tiempo medible, en lo que los griegos llamaban Cronos, sino que es un tiempo abierto en el que se juega un destino colectivo, lo que llamaron Kairós, el tiempo adecuado y oportuno para lograr el éxito de un gran desafío en situaciones imprevisibles.
El proceso constitucional nos ofrece este tiempo especial para preguntarnos y reflexionar cómo hemos habitado y convivido hasta ahora en nuestro territorio y cómo queremos habitar y convivir en el futuro. En este contexto, consideramos que es esencial preguntarse cuál es la sociedad del conocimiento que debería estar presente en el espíritu de la nueva Constitución y cómo esta debiera configurar, a su vez, nuestro futuro hábitat para el conocimiento. En las sociedades del conocimiento, las personas acceden y participan libremente en las dinámicas del conocimiento de donde emergen transformaciones colectivas científico-tecnológicas, sociales, culturales y económicas, que, a su vez, desencadenan nuevas dinámicas de conocimiento.
Sin embargo, cuando hablamos de conocimiento, lo asociamos usualmente en nuestro país a un resultado a lograr, a un producto medible, ya sea en la economía, la educación, en la ciencia, tecnología e innovación, incluso en la cultura y humanidades. Este sesgo está presente cuando, por ejemplo, reducimos la ciencia a papers, a número de investigadores y a financiamiento de proyectos concretos, como también la tecnología, a patentes, y la innovación, a desarrollo económico. Adoptamos también este enfoque cuando buscamos en los modelos de desarrollo de otros países la respuesta a nuestras necesidades y prioridades sociales, como si estos modelos externos, reducidos a su potencial de desarrollo económico, fuesen simples realidades trasplantables.
Incurrimos en este sesgo porque nos hemos limitado a mirar el conocimiento como un “objeto” a producir o como un resultado a alcanzar, y no como un proceso o dinámica social y cultural conducido por personas y que requiere de un hábitat que lo nutra y lo encauce hacia propósitos consensuados desde los territorios y sus prácticas, y que esté orientado por principios de Estado que definan la sociedad que queremos ser. Es en este sentido que pensamos que la Constitución debe jugar un papel en definir el espacio para conectar y dar fluidez a las dinámicas del conocimiento, pues estas necesitan operar desde el reconocimiento de principios y valores asociados a la colaboración y a la legitimidad de los actores.
Uno de los desafíos de la nueva Constitución estará entonces en reconocer, desde las bases de la institucionalidad hasta las formas de gobierno de los territorios, este derecho esencial que la Declaración Universal de los Derechos Humanos asegura a toda persona, el “derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. Sin embargo, el principal reto no es reconocer el acceso al conocimiento como un derecho individual, sino establecerlo como un principio inspirador y articulador que considera a nuestros recursos naturales, la biodiversidad, la salud, la educación, la cultura, la economía, y la modernización del Estado.
El primer paso para alcanzar este objetivo es que la convención constitucional reconozca nuestros saberes, habilidades y capacidades locales, incluyendo los conocimientos tradicionales de nuestros pueblos indígenas, y la brecha que hay para desarrollar un nuevo hábitat nacional para el conocimiento. No se puede reducir el aporte que hace el conocimiento a la sociedad simplemente reconociendo, como lo hace la actual Constitución, el deber de “estimular la investigación científica y tecnológica” (artículo 19 nº 10) y de garantizar “la libertad de crear y difundir las artes, así como el derecho del autor sobre sus creaciones intelectuales y artísticas de cualquier especie”, como, asimismo, “la propiedad industrial sobre patentes de invención, marcas comerciales, modelos, procesos tecnológicas u otras creaciones análogas” (artículo 19 nº 25). Limitar el conocimiento solo a “estimular” la investigación y “asegurar” los derechos de autor y propiedad industrial es una reducción extrema del valor y el impacto que el conocimiento, como bien público, tiene en el tejido social.
La futura Carta Fundamental debiera desde su inicio, en su artículo 1º de las Bases de la Institucionalidad, declarar el compromiso del Estado Social de Derecho con el deber de crear las condiciones sociales para que las personas participen libremente en una sociedad basada en el conocimiento y que estas puedan tomar parte de sus beneficios. Bajo este principio de la sociedad del conocimiento, el Estado debe orientar su actuar en las diversas expresiones de la vida social y asegurar la participación igualitaria de las personas, para lo cual resulta imprescindible impulsar la modernización del Estado.
Un Estado inspirado en el principio del conocimiento es aquel que aprende de y se adapta a los desafíos de la sociedad, es eficiente gracias al uso de las tecnologías digitales, y se nutre de la ciencia y la cultura territorial y nacional para diseñar políticas públicas basadas en la evidencia. También es un Estado transparente e innovador, que promueve un robusta política de acceso a los datos con fines de investigación y que es capaz de codiseñar con diversos actores las mejoras al Estado. Asumiendo estos deberes el Estado se transforma en el agente más activo en demandar ciencia y en incorporar tecnologías innovadoras para promover un uso eficiente de los recursos públicos y, asimismo, en promover la investigación científica y la innovación tecnológica para las necesidades y prioridades de salud, alimentación y educación, la gestión sostenible de nuestros recursos naturales, la protección y valorización de nuestra biodiversidad, y la preservación del medio ambiente.
El Estado en la sociedad del conocimiento debe asegurar el derecho a la educación como un medio para empoderar a las personas como agentes de cambios, responsables en la transformación social. La Constitución tiene que dar el marco para una política legislativa que pueda flexibilizar los procesos y fines educativos, potenciar el uso de las nuevas tecnologías en la educación, fomentar la sociedad del aprendizaje y orientar la formación de personas considerando las necesidades de los distintos territorios, contribuyendo a la formación permanente de los trabajadores. Las instituciones de educación superior deben ser sistemas adaptativos que impulsen los cambios tecnológicos y sociales, entregando formación a lo largo de la vida.
La pandemia nos ha enseñado que no es posible una política de salud sin fortalecer las capacidades científico-tecnológicas, el acceso a datos locales y las redes científicas de colaboración internacional. Transitar hacia el paradigma de “una salud” requiere de un Estado capaz de fomentar el conocimiento aplicado en un modelo de sustentabilidad que asume que el capital natural es insustituible y que la tecnología se adapta a los procesos biosféricos.
La economía en este paradigma de sustentabilidad debe estar orientada a maximizar su potencial de valor gracias al conocimiento en todos sus sectores productivos (energía, minería, agricultura, acuicultura, turismo y otros). Para ello, el Estado debe promover el libre acceso al conocimiento, pero también reconocer la necesidad de protección de los activos tecnológicos y la innovación, promoviendo un sistema regulatorio capaz de ponderar los intereses en juego, vale decir, el acceso, los derechos de propiedad, la promoción de la innovación, el reconocimiento a los creadores.
Para transitar en este proceso social necesitamos de un actitud despierta, una sabiduría que radicará en reconocer con humildad que el momento justo (Kairós) no es fácil y que no tenemos todas las respuestas, aunque en ese espacio abierto de preguntas es donde se dibujará nuestro destino, nuestro hábitat social para el conocimiento, por lo que constituye una oportunidad única para comenzar a recorrer nuestro propio camino, con todo lo que ello implica: explorar, aprender, equivocarnos, corregir y avanzar.
Juan Alberto Lecaros, Director del Observatorio de Bioética y Derecho UDD y Nancy Pérez, Experta Fundación Hay Mujeres