El abuso de la acusación constitucional
La acusación constitucional en contra de ministros de Estado ha sido un instrumento problemático durante nuestra historia. Distintos constituyentes (1828, 1933, 1925 y 1980) han intentado diseñar reglas para impedir el abuso de esta herramienta, exigiendo la concurrencia de causales específicas —delitos y otros ilícitos— que hay que acreditar para proceder a una destitución. Estas causales permiten distinguir la acusación constitucional del simple juicio político, tan característico de los sistemas parlamentarios. En estos, el jefe de Gobierno y su gabinete ejercen sus funciones mientras cuenten con la confianza del Parlamento. Si esto no ocurre, deben dejar el cargo, o como alternativa, se disuelve el Congreso y se convoca a nuevas elecciones. En el régimen presidencial chileno, en cambio, el Presidente ejerce sus funciones porque ha sido elegido directamente por los ciudadanos; es a ellos a los que se debe primariamente. Los ministros forman parte del Gobierno porque han sido designados por el jefe de Estado y se mantienen porque cuentan con su exclusiva confianza.
Lo anterior significa, desde el ángulo político, que en un régimen como el nuestro, los gobiernos son elegidos para implementar su programa, y el Presidente de la República designa a los ministros para promover e implementar su agenda pública. Los ministros pueden promover reformas, y los parlamentarios aprobarlas u oponerse a ellas, según los casos. A tales efectos, el Congreso tiene una serie de herramientas, desde el debate político libre y transparente hasta su esencial intervención legislativa, desde la fiscalización de los actos de Gobierno (tratándose de la Cámara de Diputados) hasta los requerimientos de inconstitucionalidad, según lo ameriten los casos. Puede, asimismo, acudir a diversos órganos, desde la Contraloría hasta el Consejo para la Transparencia, como en el actual caso de la ministra Marcela Cubillos.
Pero hay algo que el Congreso no debe hacer: ejercer la acusación constitucional para destituir a un ministro porque un grupo de diputados discuerda de su gestión política, o porque considera, casi como en un régimen parlamentario, que no cuenta con la confianza. Esto es un abuso de la acusación constitucional: ella no fue creada para tal fin.
Y, sin embargo, a lo largo de nuestra historia constitucional, la acusación se ha utilizado en diversas ocasiones —sería muy oneroso referirlas aquí— en este sentido. Las causales de destitución (excepcionales, para casos graves y de evidente ilicitud) pasan a interpretarse de manera amplia y genérica, como soporte exterior y cosmético de un desacuerdo político a la gestión de un ministro de Estado. Tras ese desacuerdo, late el objetivo real: la desestabilización de un gobierno o la caída de un ministerio. Las discordancias naturales entre ambos extremos —gobierno y oposición— ya no se saldan en el Congreso, ni a través de las instituciones republicanas normales, sino a través de la acusación constitucional, en un ejercicio paradigmático de desviación de fines.
Sin ir más lejos, así sucedió con los dos últimos ministros que fueron destituidos: Harald Beyer (2013) y Yasna Provoste (2008), actual senadora. La defensa de la exministra Provoste, don Luis Bates (que a su vez también fue “acusado” el año 2004, cuando era ministro del expresidente Ricardo Lagos), indicó entonces que la acusación constitucional, tal como estaba siendo utilizada, erosionaba “el corazón mismo del sistema presidencial de Gobierno (…), lo que se está cuestionando en esta acusación constitucional es la gestión, el desempeño (…)”. “Se está atacando indirectamente la responsabilidad política de la ministra, lo cual (…) es propio de un sistema parlamentario de Gobierno”. “Entendida la inejecución de la ley, que es la causal que se toma, en un sentido extensivo, amplio (…), el Congreso Nacional podría juzgar en el futuro cada una de las omisiones del Gobierno. Y como bien sabemos, eso es propio de un sistema parlamentario. Y terminaría imponiendo el día de mañana los estándares de gestión de los ministros de Estado”.
Es precisamente eso lo que está ocurriendo ahora a propósito de la ministra Cubillos. Con varias consecuencias suplementarias: los promotores de la acusación cierran las puertas a dialogar sobre la mejor agenda de educación para el país, reducen considerablemente la deliberación política y erosionan, de paso, el sistema presidencial.
Hoy, en el contexto de la acusación contra la actual ministra de Educación, los parlamentarios tienen una oportunidad histórica para poner término a este perverso precedente político.
Julio Alvear Téllez
Sergio Verdugo
Centro de Justicia Constitucional Derecho UDD