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UDD en la Prensa

La delincuencia, una preocupación permanente

 Gonzalo Rioseco Martínez
Gonzalo Rioseco Martínez Secretario General

La complacencia popular que se observa cada vez que el imputado por un delito recibe tratos crueles o humillantes, el aumento que ha experimentado la venta de armas de fuego para defensa personal o el interés por practicar tiro tienen una matriz común. Son producto de un resentimiento sordo y persistente que ha crecido larvadamente, y que conviene cribar para, despojado de su visceralidad, identificar sus reales causas.
Creo no equivocarme si digo que dicho malestar es fruto de la sensación de indefensión y miedo que sienten los ciudadanos frente a la delincuencia. La población se ve, con o sin razón, mancillada por las leyes, por la justicia y, finalmente, por el entero aparato estatal, y se siente sola en su temor y, en el peor de los casos, en su dolor. Este temor es, además, difícilmente racionalizable, pues se relaciona con el propio instinto de conservación, quizás uno de los aspectos más animales que poseemos.
Decisiva influencia ha tenido en el aumento de la delincuencia la cultura imperante que, deshumanizándonos, nos ha convencido de que toda decisión pasa exclusivamente por el beneficio económico que nos reporte y del hecho de que la comisión de delitos resulte lucrativa dado que las posibilidades de ser condenado son remotas. Ambas razones son concausas necesarias del fenómeno, y la segunda, aunque complejísima, es, comparativamente, más simple de abordar.
Contribuye a la impunidad un excesivo y, por lo mismo, inadecuado garantismo. El principio de inocencia debe ser fuertemente defendido, pero tampoco se justifica que, en aras de resguardarlo de afectaciones que cualquier ciudadano honrado buenamente aceptaría, se termine por imposibilitar, en la práctica, la investigación del delito.
No debe tampoco descartarse que influya la existencia, entre algunos actores del sistema, de cierta reluctancia a penar, derivada del sentimiento de que el delincuente es, en el fondo, otra víctima, esta vez de la sociedad, que lo ha excluido y condenado de antemano a vivir una existencia pobre, tosca y embrutecida y que, en tal condición, es irresponsable de su actuar o, por lo menos, no es justo que la misma sociedad pretenda castigarlo por lo que, indirectamente, lo forzó a hacer. Analizada con más calma, esta idea revela su real cariz: sin eliminar la necesidad de la pena, hace necesario buscarle otro fundamento, pues ya no puede ser el libre albedrío, que ha sido negado. Así las cosas, se podría terminar revitalizando viejas y peligrosas teorías que pretendieron ver en la peligrosidad del delincuente el fundamento de la sanción.
Asimismo, en nada ayuda el progresivo aumento de las penas que han experimentado los delitos de mayor significación social, medida que tanto les gusta a muchos parlamentarios. La alta penalidad asignada a un delito no disuade a los delincuentes de cometerlo, pero tiene un grave efecto en los jueces, pues la ruptura de la proporcionalidad entre el mal cometido y su castigo ofende el natural sentido de justicia de estos. En esta trágica tensión el resultado suele ser funesto, por lo que necesitamos de mayor sintonía entre el actuar del Poder Legislativo y el Judicial.
Algo debemos hacer. Nunca acabaremos con el delito, pero debemos mejorar todas las herramientas que, respetando los derechos fundamentales, nos permitan luchar eficazmente contra él y posibilitar la adecuada convivencia. No debemos olvidar que, como dice el Talmud, el que es misericordioso con los hombres crueles, termina siendo cruel con los misericordiosos.

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